Nació de la unión de dos realidades, de dos mundos antagónicos a los que estaba destinado a reconciliar. Gómez Suárez de Figueroa, hijo del conquistador Sebastián Garcilaso de la Vega y de la princesa Inca, Isabel Chimpu Ocllo, nació en el Cusco, un doce de abril de 1539.
Habían pasado sólo siete años desde la captura y la ejecución de Atahualpa y era el tiempo de los conquistadores. Un momento convulso y atroz en donde las guerras, los enconos, el ruido y la furia de la conquista sucedían prácticamente alrededor del niño Gómez.
“Por su ignorancia del cristianismo, de la escritura, del dinero, del hierro, de la rueda, de la pólvora, de la monogamia, de muchas plantas y animales, los indios aparecieron como bárbaros entre los españoles. Por su destrucción de los andenes, caminos, terrazas, templos, ciudades, graneros, y tribus. Por su rapiña, su crueldad, su lascivia y hasta su superioridad en la guerra, los españoles aparecieron como bárbaros entre los indios.” (Basadre)
El capitán Sebastián Garcilaso de la Vega era un hombre de abolengo, no podemos verlo como un Pizarro o como un Diego de Almagro. Isabel Chimpu Ocllo provenía de una familia real, lo que en el mundo andino se conocía como “panaca”. Era descendienta directa del Inca Huiracocha.
¿Cómo se dio la unión sexual de éstos? ¿Fue agresiva, violenta? ¿O fue amorosa y afectuosa?
Sabemos que Sebastián Garcilaso jamás llegó a entender el quechua e Isabel tampoco aprendió el español. Tal vez hubo ternura en aquella unión, sólo podemos suponer, imaginar.
Desde niño, Gómez fue voraz en su apetito por el conocimiento. Era propenso al estudio, al análisis y la observación, virtudes tan escasas en estos días. Lo fascinaba el misterio de lo antiguo y lo desaparecido. Era además un bilingüe nato, después de aprender el quechua dominó el español con facilidad.
Las primeras palabras de cariño que escuchó, fueron palabras en quechua. La guagua debió haber tenido un primer nombre anterior al de su bautizo. En la tradición andina, en la arcaica por lo menos, el nombre era una condición mutable, cambiaba a través del tiempo y no tenía el significado que impone el pensamiento occidental. Esto quizá explique las muchas mudanzas de nombre que en su vida haría el Inca.
La imagen del padre fue ausente durante su infancia, el capitán estaba ocupado en sus industrias y el pequeño Gómez debe haber visto en sus tíos maternos la anhelada figura paterna. Fue la familia de su madre la que encandiló y llenó su imaginación con historias sobre lo legendario y perfecto que había sido el imperio de los Incas. La de los antiguos peruanos era una civilización majestuosa, pluricultural, prototípica.
Es dramática la forma en la que Garcilaso evoca esos recuerdos: “De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas presentes, lloraban sus Reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su República. Estas y otras semejantes pláticas tenían los Incas y Pallas en sus vistas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: Trocósenos el reinar en vasallaje” (Inca Garcilaso de la vega).
Las narraciones que escuchó quedarían impresas en su memoria y resucitarían para rescatarlo de la soledad en lo futuro.
Los intentos del incanato por resurgir eran aplacados, los conquistadores vencían y una nueva forma de ver el mundo era implantada con dureza. Se les exigía a los colonizadores afincados “normalizar” su situación, es decir, debían casarse con españolas o hijas de españoles nacidas en América. Por esa razón Sebastián Garcilaso contrajo matrimonio con Luisa Martel de los Ríos y, prácticamente, entregó a la princesa Isabel a un español de poca estirpe, Juan del Peldroche.
Aquel hecho marcó el fin de la infancia de Garcilaso y dio comienzo a sus inquietudes y vacíos existenciales.
A partir de ese momento, Garcilaso pasó a vivir en la casa paterna. El capitán había ocupado el cargo de corregidor y su hijo era su secretario, su escribiente y seguramente algunas veces hizo de traductor.
Existen interesantes paralelismos en la vida de Garcilaso: mientras dejaba de ser un niño y se distanciaba de su madre, el incanato era aplacado por los conquistadores. En su adolescencia estuvo en contacto con los españoles, admiraba la figura de su padre, pero no perdió el contacto del todo con su madre y la familia de ésta.
Asistió a los rituales de iniciación propios de la realeza Inca, espantó espíritus con fuego, dominó los quipus, bebió chicha en ceremonias rituales y al mismo tiempo, aprendía lo más selecto de la cultura occidental, el credo católico y la escritura. Mamaba de ambas vertientes que harían de él un hombre con diversos espíritus, alguien que aglutinaría dos universos y los haría fluir naturalmente a ambos en sus escritos.
Fue haciéndose hombre así, en contacto con dos realidades.
Su padre enfermó y posteriormente murió. Esto lo obligó a demarcarse un horizonte. Heredó cuatro mil pesos, “para que viajara y se educara en España”. Tenía veinte años, era 1560 y Gómez Suárez de Figueroa iniciaría un largo viaje en el que recorrería la cordillera de los Andes, los arenales de la costa peruana, el mar Pacífico, el Caribe y el Atlántico.
Al llegar a España fue recibido por sus parientes paternos. No demoró mucho en ir a realizar lo que tenía en mente: reclamar a la corte madrileña las mercedes que le correspondían gracias a su padre conquistador y a su madre, la princesa conquistada. Una petición muy especial, sui generis.
“El consejero Lope García De Castro le negó la petición. Adujo para ello datos mencionados en la Historia de Gómora, y en la crónica de Diego Fernández, el Palentino, aún no publicados por entonces…
“…A través de esta experiencia el demandante de mercedes se ponía en contacto con un elemento significantemente ineludible. Sus valores iban a sufrir una profunda transvaloración.” (Max Hernández)
El rechazo de esa petición lo dejó perturbado, no era una simple negación de mercedes, de dinero. Con ese desplante se echaba por tierra todo el abolengo, el linaje, que Garcilaso creía tener. Había sido ninguneada su estirpe española, su estirpe Inca no valía nada. ¿Cómo era posible que se ofendiera así el honor de quien representaba lo más sublime de dos culturas? ¿Qué hacer ante esta incertidumbre, ante este atropello contra su frondoso árbol real?
Según el historiador Antonio Zapata de haber sido aceptada esa petición Garcilaso no sería el escritor que ahora admiramos.
“Fue a la corte con un propósito concreto: reivindicar los servicios prestados por su padre, el capitán Garcilaso de la Vega, en la conquista de América y obtener por ello, de la corona, las mercedes correspondientes. Sus empeños ante el Consejo de Indias fracasaron por las volubles lealtades de aquel capitán, a quien perdió la acusación de haber prestado su caballo al rebelde Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina, episodio que atormentaría siempre al joven mestizo y que trató luego de refutar o atenuar, en sus libros. Rumiando su frustración, fue a sepultarse en un pueblecito cordobés, Montilla, donde pasó muchos años en total oscuridad.” (Mario Vargas Llosa)
Toda la fantasía, toda la ilusión, se le había convertido en polvo. Durante su exilio en Montilla una determinación surgió en la mente del creador: debía dejar de llamarse Gómez Suárez de Figueroa y autonombrarse Garcilaso de la Vega, como su padre, sí, y con ese nombre redimiría el honor mancillado de su familia. Con la pluma y con la espada.
Combatió entre marzo y diciembre de 1570 a la orden del marqués de Priego en contra de los moriscos rebeldes en la batalla de las Alpujarras. Pudo, después de esa gesta, llamarse con orgullo capitán Garcilaso de la Vega.
Muchos historiadores criticaron el hecho de que Garcilaso, proveniente de una sociedad conquistada, no sintiera empatía por los moriscos. Hay que entender mejor el contexto: lo que el Inca hacía era limpiar el nombre de su padre, con la espada. Posteriormente lo haría con la Literatura.
Dejadas atrás las armas, adquirió una buena biblioteca y se dedicó a la lectura y al estudio. El platonismo lo influenció marcadamente, no es extraño por eso que su primer libro publicado sea una refinada traducción del italiano al español de un libro de filosofía neoplatónica, “Los Diálogos de amor”, de León Hebreo.
Para entonces había cambiado su nombre por el de Inca Garcilaso de la Vega, con el cual firmaría todas sus obras. Llegó a dominar el italiano y el español con elegancia. Su espíritu se había nutrido de autores castellanos, latinos e italianos, y además, sobre todo, autores clásicos helenos: Platón, Aristóteles, Virgilio, Dante, Petrarca, Tucídides y Boccaccio, entre otros. Ellos serían los maestros que le ayudarían a dar forma a la gran empresa que se decidiría a emprender.
Con la necesidad de resolver la frustración que le generó la negación de la corte madrileña, y deseoso de resarcir su situación de exiliado, de extranjero, (no se sentía un español completo, era un extraño) Garcilaso inicia la elaboración de la que tal vez sea la primera novela histórica de los tiempos: La florida del Inca.
En el libro el Inca relata la expedición del conquistador español Hernando de Soto a la península de la Florida, en el continente norteamericano. Para eso utilizó los recuerdos de Gonzalo Silvestre, un viejo conocido del Cusco a quien se refiere en el prólogo del libro de la siguiente manera:
“Oyéndole muchas y muy grandes hazañas que en ella hicieron así españoles como indios (sería) cosa indigna y de mucha lástima… que quedasen en perpetuo olvido.”
La obra fue impresa en Lisboa, en 1605. La pretensión de Garcilaso era crear una crónica y ser un “mero escribiente” pero, lo que finalmente hizo es una novela llena de aventuras con destellos épicos. Se aprecian en ella los matices y las características de las mejores novelas de caballería. Cruzó y trasgredió las fronteras entre historia y literatura, entre lo realista y lo imaginario. El resultado final fue una bellísima ficción histórica.
No falta en el relato, como en toda novela caballeresca, una aventura romántica: un sevillano, Diego de Guzmán, se enamora perdidamente de una india, hija del curaca Naguatex. Por su impericia en el juego la pierde (había cometido la estupidez de apostarla). Pero antes de alejarse de la mujer, Diego de Guzmán prefiere quedarse a vivir entre los indios para nunca tener que apartarse de su amada.
“Garcilaso nació del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos razas, la conquistadora y la indígena. Es, históricamente, el primer "peruano", si entendemos la "peruanidad" como una formación social, determinada por la conquista y la colonización españolas. Garcilaso llena con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana. Es el primer peruano, sin dejar de ser español. Su obra, bajo su aspecto histórico-estético, pertenece a la épica española. Es inseparable de la máxima epopeya de España: el descubrimiento y conquista de América.” (José Carlos Mariátegui)
La obra para la que el Inca Garcilaso de la Vega se preparó, durante toda su vida, aquella en la que narraría “lo que realmente había sucedido en el reino del Perú antes de la llegada de los españoles”, resultó ser el libro que lo inmortalizaría. Las letras con las que pasaría a la historia y con las que ayudaría a los mestizos de su época -perdidos en una identidad fragmentaria- son las que están dentro de los célebres Comentarios Reales de los Incas. Un libro que incluso ahora nos sigue ayudando a consolidar nuestras varias identidades, sin que traicionemos ninguna. Leyendo a Garcilaso nos damos cuenta que podemos ser muchos en uno, albergar a distintas identidades en nuestro ser. Nos volvemos abiertos a la diversidad, al cambio; más tolerantes frente a lo diferente, lo diverso.
El legado del Inca no se limita a una evocación nostálgica del pasado, o a una visión meramente historiográfica. Es una mirada optimista hacia lo futuro.
Dotado con una de las mejores plumas del siglo de oro, Garcilaso hizo suyo el idioma del conquistador, tradujo un universo y lo eternizó, les mostró a los occidentales que los indios del Tawantinsuyo no eran salvajes sin cultura, sino más bien una civilización lista para abrazar nuevas formas y maneras de entender la realidad.
El libro vio la luz el año 1609, Garcilaso tenía ya setenta años. Se había alimentado de aquellos recuerdos que siempre acudieron a rescatarlo de la soledad: lo que había escuchado contar a sus parientes maternos.
En los Comentarios Reales, Garcilaso es bastante autobiográfico y trasgrede, como el artista que fue, el límite entre el mito y la historia. Lo hace de manera fina, pulcra y elegante. Su visión del imperio de los Incas está ricamente influenciada por la idea paradigmática y ejemplar que Platón tenía de la República.
Hay en el libro episodios épicos, narraciones fantásticas, mitos narrados con maestría que han encandilado la imaginación de muchísimas generaciones en todas partes del mundo. Es por eso que tanto intelectuales, historiadores como escritores coinciden al decir que, el mérito de Garcilaso está en su maestría del lenguaje, un lenguaje persuasivo, seductor, investido de una prosa poética.
Del gran vacío existencial, de las terribles angustias que lo aquejaban, Garcilaso elaboró una gran alquimia, hizo de la oquedad, historia, de su pesadumbre, una obra de arte; un libro que seguiremos leyendo a través de los años.
En Garcilaso, la mezcla de dos mundos, de dos culturas, no se dio con el encono, las guerras y la violencia con que se dan en las conquistas. Con su pluma reconcilió y fusionó dos mundos opuestos utilizando la belleza y la armonía que sólo pueden darse en el arte, en la Literatura.
Me doy cuenta, ahora que imagino su figura, que el Inca Garcilaso de la Vega es el espejo universal en el cual todos los mestizos del mundo podemos vernos, reconocernos y reconciliarnos.
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