Pintó las alegrías y las tristezas de su pueblo, del habitante de los andes. Lo que lo rodeó fue siempre su inspiración. “Soy un indio con piel blanca”, solía decir, orgulloso.
Juan Bravo Vizcarra (1922-2016) ha partido pero, ahora que le dedico un tiempo e indago sobre su obra y su figura, me doy cuenta de que es uno de los artistas actuales más vigentes, eso se debe quizá a que siempre estuvo tratando de innovar. Su hija me cuenta que “su mente nunca se detenía, trabajaba hasta dormido”.
Pasamos tantas veces por la plaza Limacpampa que los enormes rostros de piedra de Manco Capac y Mama Ocllo se han vuelto cotidianos, se han normalizado. Al verlos pienso que merecen que nos detengamos a mirar su rítmica armonía, su esmerado acabado. Viéndolas detenidamente me percato con lástima que están descuidadas, no les damos la asistencia que requieren, que se merecen. No encuentro una placa que indique que Juan Bravo fue el creador de estas magnificas piezas, sólo hay unas letras talladas con su nombre en el piso, el tiempo las está borrando.
Bravo se inició como caricaturista. Jovencito, realizaba dibujos satíricos de personajes de la ciudad, con ellos se burlaba de los curas y de los militares a quienes criticaba con fino humor. Una sonrisa se enciende en mi rostro cuando me entero que esos jocosos inicios le causaron algunos problemas al artista, problemas menores con las autoridades. Desde chico, era ya el que siempre sería. El rebelde, contestatario y valiente artista.
Estudió física, matemática y geometría en la universidad, esos estudios lo influenciaron en la elaboración de su estilo, en el que se distingue un claro afán por lograr movimientos concordantes.
Me cuentan que tenía un gran amor por la vida, que percibía a ésta en cada árbol, cerro, río o piedra. Era un andino de mente y corazón, le otorgaba vida a todo. Lo conmovían los atardeceres, los niños y las flores.
Quienes lo han conocido coinciden en muchas cosas: era un artista preocupado por la técnica, incansable, terco y muy versátil. ¡Sí que lo era! En su vida se expresó mediante casi todas las formas del arte: La fotografía, la pintura, la escultura y la poesía son sólo algunos de los lenguajes que desarrolló para sacarse de aquella cabeza maravillosa tantos colores y formas que ensalzarían a su amada nación.
De entre sus miles de trabajos, quizá el más aclamado sea el enorme mural de la avenida Del Sol.
“La historia del Qosqo” es una obra producto de un esfuerzo titánico, le costó varias amanecidas y dolores de cabeza, tenía la presión de acabar el mural a tiempo. Lo hizo finalmente en nueve meses, el mismo “tiempo que demora el ser humano en venir al mundo”, en sus propias palabras.
En aquel mural Bravo nos narra tres mil años de historia. Desde la época mitológica, nos lleva por los días en los que se consolidó el incanato; el apogeo y el declive de ésta civilización; la traumática conquista española; las rebeliones en busca de independencia o la consolidación de la república son algunos de los sucesos que aparecen aglutinados con sublime eufonía ante nuestros ojos cuando vemos el mural.
Es conmovedor notar al final que el artista tenía una visión optimista. Los personajes del cuadro alzan sus rostros adelante, con valor, orgullosos de ser peruanos.
Como el Inca Garcilaso, Bravo creó un mundo maravilloso donde lo andino es felicidad y color, danza, lucha y sabiduría. Nos ha ayudado a dar un paso más en la consolidación de nuestra identidad, o nuestras muchísimas identidades.
Después de buscarlo por la ciudad y encontrar a Juan Bravo en cada esquina del Cusco, me doy cuenta de que no ha muerto. Él está por todas partes, nos rodea como nos rodean los admirables muros incas.
Ritmografía de Juan
Bravo.Archivo personal de Milagros del Carpio.
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JAIME BUENO
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