domingo, 3 de noviembre de 2013

Banalízate y existirás

Hay una tendencia que recientemente he notado con mayor intensidad en el Cusco, una propensión que parece estar acentuándose, una forma de entender, revalorar, rescatar y exponer lo cultural -practicada cada vez más por la gente dedicada al arte- que realmente ha llegado a preocuparme.

La tendencia tiene cánones rigurosísimos y dicta que los poemas, pinturas, canciones, fotografías, y cuentos deben pasar, antes que nada, por un filtro fashionista y frivolizador. Así lo exige el movimiento, todo debe volverse lúdico, divertido, en una palabra: fácil. Ese es el paso ineludible para que cualquier cosa -oh, qué felicidad- pueda ser considerada artística, cultural, innovadora, escandalosa, iconoclasta, posmoderna. Esos adjetivos tan codiciados y valorados por la nueva tendencia. 

El reciente movimiento no sería peligroso ni preocupante si, para ser bien visto y aceptado, no vendría disfrazado de buenas intenciones.

Hace poco me enteré de una curiosa campaña que realiza un grupo de jóvenes. Ellos -muy fashionistas y artísticos- quieren rescatar y revalorar el quechua cantando canciones pop en el ancestral idioma. Cuando les preguntan por qué usar las melodías occidentales, contestan -con pose intelectual- que “es innegable su origen andino, incaico, imperial”, pero también -quizá sobre todo- “es innegable que son hijos de Lady Gaga, Madonna y Shakira”. Solemnes, anuncian que son algo así como “el cruce entre Pachacútec y Britney Spears” y que usarán su arte para rescatar y revalorar el idioma de su papi, cantando al ritmo de su mamá.

Se ha discutido mucho sobre si el camino para perennizar las manifestaciones culturales originarias de nuestro país es que irremediablemente éstas se occidentalicen, si pueden sobrevivir puras conservando su espíritu, su autenticidad, o es que deben fusionarse para seguir vigentes. Esa discusión perdura y sigue generando gran polémica, pero no es la discusión que le compete a este caso. Lo que me preocupa no es el afán de occidentalización, es la vocación frívola y facilista -que parece estar extendiéndose cada vez más- lo que ha llamado mi atención.

El quechua no es solo un conjunto de palabras, de vocablos -ninguna lengua puede reducirse únicamente a eso- es una manera de ver y comprender el mundo. Un idioma importa y debe perdurar sobre todo porque en cada sonido que se produce con él, en cada palabra y frase, está contenida una forma de interpretación cultural distinta, única y muy valiosa. No se trata solo de saber palabras en quechua. Si se quiere salvar ese idioma hay que ser quechua. (Un ejemplo mencionable es el grupo musical Uchpa, que no solo usa el lenguaje con recursos actuales. Procura emitir también un sentimiento, lo quechua en sí).

Cuando esos jóvenes cantores hijos de Lady Gaga, indudablemente miembros del nuevo movimiento, usan el pretexto del noble fin y pretenden revalorar a su forma y con recursos pop una lengua, no la están salvando, están exterminándola desde la raíz. Frivolizándolo, vuelven al idioma solamente en una representación chacotera, en un espectáculo discotequero.

Lo que demuestran los seguidores de este nuevo movimiento, lamentablemente, es que para que cualquier manifestación cultural subsista en la actualidad, no solo debe occidentalizarse, debe, sobre todo, banalizarse. Lo que en verdad nos cantan, al ritmo de la chica material, es una tonada que quizá suena divertida, pero que tiene un contenido muy triste: “Si quieres resaltar, si lo que sea quieres rescatar, frivolízate, frivolízate. Si quieres ser escuchado, y ser llamado artista, banalízate, banalízate. Si quieres pasar por cultural, por un intelectual, fashionízate, fashionízate”.




domingo, 20 de octubre de 2013

Flaubert, el verdadero artista

Henry James no se equivocó al afirmar que gracias a Gustave Flaubert, la novela –vista antes como un género literario menor, de pasatiempo- se invistió de una jerarquía artística que la enaltecería para siempre. A partir de Madame Bovary, aunque el mundo demoró mucho en reconocerlo, la novela fue considerada una de las formas más bellas de la literatura. 

Flaubert –desconfiado y receloso de la inspiración- creía en la labor constante, en la disciplina como única manera de lograr el estilo anhelado. Consideraba que, como en la poesía y en la música, el sonido y la forma eran trascendentales. El camino para lograr su objetivo era claro, había que “lustrar una y otra vez las palabras, para que brillasen". Después de largas horas de extenuante trabajo buscando “el vocablo justo”, sometía todo lo escrito a una rigurosa prueba auditiva. En un lugar apartado de su hogar, a voz en cuello, leía todo lo producido buscando y eliminando las odiosas disonancias. Leía y releía -entonaba- haciendo arreglos para que toda su creación tuviese un estilo pulcro, artístico. Aspiraba a que todo gozara de eufonía.

Pero el género novelesco no está en eterna deuda solo por ése gran logro estilístico desplegado en Madame Bovary. En aquel libro se encendió el primer destello que posteriormente iluminó (y sigue iluminando) las obras de autores importantísimos como Joyce y Proust. En su primer libro publicado, Gustave –tal vez sin percatarse- inventó una de las técnicas narrativas más exquisitas: el monólogo interior.

Al inicio del relato es un narrador-personaje el que empieza a introducirnos en la historia. Después de detallar lo que al parecer él mismo presenció, desaparece y nos deja escuchando la voz de un narrador omnisciente, impersonal y objetivo, que describe los hechos con un carácter casi científico, pero que también nos permite apreciar –gran hazaña estilística- la historia desde la mentalidad de los personajes, desde su intimidad.


Aún recuerdo la gran impresión que tuve cuando descubrí cómo, con algunas frases en cursiva o algunas interrogantes usadas de forma muy precisa, Flaubert me invitaba a pasar y a entender la historia desde las cabezas de Madame Bovary, Charles, Rodolphe o la de León. La técnica aplicada era increíble, sobre todo considerando que la novela se escribió en el siglo XIX. No lo dudé entonces, todo lo que se decía del libro era cierto: era una gran innovación, un gigantesco adelanto para su tiempo, una revolución y ahí, entre esas palabras, estaba el germen del que muchos autores consagrados se habían beneficiado.

Cuando la novela se publicó por primera vez, no fue bien acogida. Sus primeros críticos fueron muy duros, dijeron que Flaubert solamente se había limitado a copiar la narrativa de Balzac. Tildaron al libro de inmoral y frío; se horrorizaron de sus “crueles descripciones”, le reprochaban a Gustave el no haber tomado una posición, el no haber incluido un “héroe laudable”. El escritor incluso tuvo que soportar un tedioso proceso judicial por haber promovido y alentado “costumbres pecaminosas mediante esa mujer promiscua". Fueron pocos los que apreciaron el valor del relato, entre ellos estaban Victor Hugo y Baudelaire. Ellos comprendieron (lo señala Maurice Nadeau) la dificultad que el joven escritor había superado y felicitaron su “sutil y preciso estilo”.

A través del tiempo la obra ha sido revalorada. Muchos escritores, ensayistas y críticos literarios han profundizado en su historia. Se ha dicho que es la primera novela moderna; que abolió y renovó todos los cánones literarios. A Emma -soñadora y rebelde- la han asociado por su amor a los libros y su desprecio por la realidad con el entrañable Quijote.

Actualmente el grandioso monumento que es ese libro resulta, además de todos sus innegables aportes a la literatura, un radical ejemplo que demuestra que lo artístico no se consigue mediante el escándalo y la chacota. Lo realmente perdurable es fruto del esfuerzo, la terquedad, la constancia y sobre todo la disciplina.

En lo futuro espero volver a hablar sobre este libro de mensajes y enseñanzas inagotables.

domingo, 6 de octubre de 2013

El eterno caballero


Leyendo la última parte del Quijote, mientras concluyo esta fabulosa y larga aventura, Cervantes parece enfatizarme la que tal vez fue su primigenia finalidad al escribir este libro: “Poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas novelas de caballerías”. 

Al final don Quijote parece muy racional, cuerdo. Reniega y se arrepiente de todas sus anteriores fantasías e incluso se usa a sí mismo como ejemplo de lo nocivo que puede resultar sumergirse en la literatura, en los sueños. Sancho, su leal escudero, le suplica que no se deje morir, “esa es la mayor locura que puede hacer un hombre”, exclama. Le pide que se levante de la cama, que salgan nuevamente a realizar los últimos disparates planeados, pero todo es en vano. 

Los papeles se han invertido y al parecer no hay vuelta atrás. El intercambio de roles entre caballero y escudero parece haber comenzado desde el inicio de la segunda parte del libro. Con la intervención de los distintos personajes en sus divagaciones, la propensión por lo fantástico del caballero de la triste figura ha ido mermando, ya no ve lo que quiere ver y da la impresión de requerir de los demás para seguir caminando en la irrealidad, mientras tanto Sancho se vuelve, con cada refrán que dice, más fantasioso, idealista. 

Lo anterior contrasta con el inicio de la historia donde, leyendo las primeras páginas, me he conmovido mucho conociendo a este viejo hidalgo echado a menos que invierte todo su tiempo en leer libros de caballería “con tanta afición y gusto” que llegó a olvidarse de todos los quehaceres materiales y prácticos; que vendió incluso muchas de sus “fanegas de tierra de sembradura para comprar libros”; y que, “del poco dormir y del mucho leer”, perdió el juicio.

Así, loco y ávido de aventuras, se encaminó en su célebre peregrinaje dispuesto a resucitar –como un hombre de otro tiempo- una tradición ya muerta: la andante y noble caballería.

En sus primeras andanzas la negación de la realidad que el eterno caballero demuestra es absoluta, su sed de fantasías es infinita y es por eso que le resulta fácil y hasta natural ver gigantes en vez de molinos, sentirse el morador de un gran castillo cuando en realidad está en una casa ordinaria, ver a ejércitos en vez de rebaños y creer que habla con distinguidas princesas cuando en verdad solo se está relacionando con simples pastoras. Él veía una bella y multicolor ilusión en un mundo aburrido, gris, real.

Luego de un periodo de reposo, cuando don Quijote retoma los caminos después de haber sido llevado con engaños a su hogar, su historia, la obra del árabe Cide Hamete Benengeli, anda ya por todo el mundo impresa en libros. Cervantes, que siempre nos narró los sucesos como un simple traductor de Benengeli, logra con ése recurso -tomado de las novelas de caballería- poner un relato dentro del relato mismo, consigue de alguna forma que la ficción se vuelva mágicamente real y así da la sensación de que don Quijote de la Mancha realmente existió.

La celebridad del caballero hace que desde su última salida sea reconocido como “el señor del libro”. Su anhelo de ilusiones parece agotarse cuando son los demás los que lo incitan a sumergirse más profundamente en su locura. El punto máximo lo alcanzan los caprichosos duques que con sus artimañas hacen que el viejo hidalgo por primera vez crea “ser caballero andante verdadero y no fantástico”. A partir de ése punto la narración se llena de contrastes y se van evidenciado sutiles cambios que desembocan finalmente en el que tal vez fue, como mencioné al inicio, el propósito inicial del libro.

Quizá la esperanza de desprestigiar a los arcaicos libros caballerescos funcionó y fue concebida tal cual por los primeros lectores del libro pero, a través de los años, esa finalidad se ha ido borrando poco a poco y la imagen del loco soñador ha prevalecido.
Grabado de Gustave Doré
Hace cuatro siglos que don Quijote salió de su casa para buscar aventuras, para socorrer, en nombre de su Dulcinea, a los débiles y a los necesitados.

Hace cuatro siglos que se escapó de la realidad, que se enroló en aquella cruzada dispuesto a enaltecer a los humillados y humillar a los injustos, y, ahora que cierro su libro, me parece que sigue galopando, montado en su rocinante, por el corazón de todos los idealistas del mundo.

domingo, 25 de agosto de 2013

Iconos de hoy

Arturo Delgado Galimberti -estupendo escritor peruano, fundador del blog “La secta del ruido" y columnista del portal virtual “Beatlesperú”- se hizo la pregunta que probablemente muchos admiradores de los Beatles nos hemos hecho alguna vez: ¿qué hubiera sucedido si John Lennon nunca hubiera sido asesinado y, en cambio, el de la muerte trágica e inesperada hubiera sido Paul McCartney?




La pregunta no se quedó ahí y acabo convirtiéndose en un curioso libro (Karma instantáneo para John Lennon, publicado por la editorial Mesa Redonda el 2012) que precisamente narra esa posible realidad alterna. Una historia en la que el añorado e idolatrado beatle desaparecido es Paul, y en donde John vive a la sombra de su ex compañero, eludiendo siempre preguntas sobre lo grandioso que fue trabajar al lado del mítico Paul McCartney, o sobre su aparatoso divorcio de la artista plástica Yoko Ono. 

En el libro aparecen destacados ídolos pop como David Bowie, Halle Berry (que en la narración es la nueva pareja de Lennon), Woody Allen, entre otros. Para un seguidor de la música de los Beatles el libro resulta divertido, muy entretenido. Pero al echar un vistazo un poco más profundo, la historia resulta también una crítica muy sutil a la actual sociedad de consumo y sus consecuencias.

Antiguamente los iconos en una sociedad se generaban por actos  que trastornaban el curso de la historia; por dogmas y creencias milenarias con tradiciones antiquísimas; por filósofos y sus pensamientos desarrollados en el trascurso de incontables tratados.
En estos días quizá todo eso suena arcaico y hasta absurdo. Ahora nuestros ídolos se crean siguiendo las reglas de la religión que ha logrado lo que ninguna en la historia, unir en su seno -sin distinciones de sexo, raza o nacionalidad- a la mayoría de la población mundial: el consumismo.

Los nuevos iconos no son tales si no aparecen en la pantalla cuadrada cantando canciones pegajosas y vacías, metiendo goles impresionantes o exclamando demagógicos discursos ante un apabullado público. Lo que interesa ahora, sobre todo, es que el objeto de “culto” pueda venderse en cantidades ingentes sin prever las consecuencias que eso genere en nuestras mentes, en nuestros actos.

Me ha dado la impresión de que en su libro Arturo Delgado ha querido hablar de forma soslayada de lo anterior mientras fantaseaba con sus músicos favoritos; algo realmente loable porque de esa forma ha logrado lo que un buen libro siempre debe procurar: mostrar y discutir asuntos importantes, mientras nos entretiene de la forma más profunda posible.

domingo, 11 de agosto de 2013

La época de las frases



Reviso el Facebook y un montón de fotos, canciones y sobre todo frases sueltas saltan a la vista. Las frases se atropellan unas a otras, pugnan por ser la más divertida, la más profunda, la más elogiada.

Leo palabras que aclaran haber sido dichas por Albert Einstein, por Bob Marley, por Charles Bukowski. Leo restos de libros que han sido fatalmente reducidos a una pequeña porción de letras y me pregunto: ¿qué caso tiene intentar escribir una columna, un cuento, un libro en una época en la que las frases tienen la primacía?

Esa interrogante ha estado rondando con insistencia en mi cabeza. La propensión a simplificar, disminuir y volverlo todo –incluso la literatura- en algo inmediato me parece una plaga incontenible que nos está haciendo mucho daño. Esa vocación reduccionista nos está privando de un universo infinito de aprendizaje, enriquecimiento y goce. ¿Cuántas personas son capaces en estos días de leer un libro de cabo a rabo? ¿Cuántos de esos chicos afectos a compartir frases de Cortázar habrán leído al menos uno de sus libros? 


Decir que esas preguntas me han estado agobiando sería exagerado, pero no puedo negar que me entristecen un poco, me desaniman y hasta a veces me quitan las ganas de escribir.

Usualmente trato de terminar esta modesta columna con un mensaje optimista, alentador. Esta vez no encuentro ninguno que se ajuste a lo tratado, así que solamente dejo aquí estas cuestiones a ver si surgen respuestas alentadoras.

domingo, 28 de julio de 2013

Las raíces del Amauta


En los “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana” –publicados por primera vez un siglo después de la independencia del Perú- José Carlos Mariátegui explica, desde una perspectiva económica y marxista, la historia y la situación de nuestro país desde los días del Tawantinsuyo donde, según “todos los testimonios históricos el pueblo inkaico –laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo- vivía con bienestar material“, hasta el Perú de los años veinte. En el libro podemos entender, por sus magníficos argumentos, temas como: el trauma de la colonización, el proceso agrícola o la evolución de la literatura en el Perú. 


Recientemente me he topado con algunas críticas al brillante libro del Amauta, una de las más duras la encontré en el libro llamado “El descubrimiento de España” de Fernando Iwasaki. Aunque de forma soslayada, en ese libro se sostiene que Mariátegui fue muy simplista y escaso al supuestamente atribuir todas las carencias de nuestra república solamente a la colonización española. El autor casi llega a afirmar que José Carlos Mariátegui a la larga ha resultado perjudicial para los peruanos por haber alentado nuestro resentimiento hacia España. Creo que esas críticas son infundadas y que los siete ensayos más bien demuestran, al contrario de lo supuesto, lo absurdo que resultaría estar resentido con personas que nada tienen que ver con periodos traumáticos de nuestra historia -los españoles de hoy son los descendientes de los españoles que durante la conquista del Perú decidieron quedarse en casa, no lo olvidemos-. Odiar a los españoles que nos colonizaron es odiar parte de nuestro pasado, parte de nosotros mismos. 

También he oído decir en estos días que “los siete ensayos deberían considerarse solo por su valor netamente histórico, ya que en estos tiempos resultan anacrónicos”. Es probable que muchos postulados del libro hayan quedado desfasados por el paso de los años pero su espíritu, su finalidad ideal, aún reluce con mucha fuerza y no se extingue. El sueño de entender, reforzar y afianzar nuestra peruanidad sigue latiendo en ese valiosísimo libro.

Los siete ensayos siguen resultando una gran herramienta que nos ayuda a comprender –sin soslayar ningún aspecto importante- el origen de los problemas que nuestro país ha ido arrastrando a través de los años, nos muestra nuestros primigenios prejuicios y, al final, demarca un camino optimista, próspero.


Algo interesante en la obra de Mariátegui es el tema de “la tierra”, éste era una constante; de ella salen los alimentos, la vida misma. La tierra es el bien primordial del campesino, pensaba con mucha razón. Incluso para referirse a asuntos intelectuales o artísticos, el simbolismo y las metáforas sobre la tierra estaban siempre presentes en su imaginario. Una de esas metáforas que más recuerdo y que parece haberse quedado impregnada en mi memoria es la que demuestra que no es necesario, en el caso de un creador, o de cualquier hombre que produzca, valorar símbolos vacíos como escarapelas, banderas o fechas importantes. Para generar obras hermosas y con ellas forjar nuestra nación, decía Mariátegui, había que tener “las raíces bien plantadas en la tierra”, en las tradiciones, en el pueblo y sus problemas, de esa forma se producirían los buenos frutos destinados a afianzar nuestra peruanidad.

domingo, 14 de julio de 2013

Borges, inolvidable


El cuento “El Zahir” (El Aleph, 1949) ,de Jorge Luis Borges, trata, entre muchas otras cosas, de una palabra cotidiana, común: inolvidable.

¿Existe algo que sea realmente inolvidable? No hablo de datos que se tienen almacenados en la memoria y que acuden cuando uno lo desea, no. Hablo de algún objeto simple (una moneda de veinte centavos por ejemplo) que tenga la cualidad, por razones inexplicables, de nunca apartarse del pensamiento. Algo que a partir de haber sido visto, todo el tiempo esté -en el sentido más absoluto- en nuestra cabeza. Una cosa que desborde los límites máximos de la obsesión ¿Hay algo así en el mundo real? En la monótona y aburrida cotidianidad un objeto así es inconcebible, pero, en el universo que Borges creó, entre sus muchas trampas metafísicas con forma de cuento, existe una cosa de esa naturaleza y se llama Zahir. 

El relato explica que Zahir fue, en Guzerat, a finales del siglo XVIII, un tigre. Que fue un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien los fieles lapidaron; un astrolabio; una pequeña brújula; una veta en el mármol de un pilar; el fondo de un pozo y una moneda que “Borges” recibió de cambio después de haberse tomado una caña luego de asistir al velorio de su hermosa, meticulosa y querida Teodelina.

Después de recibir el Zahir –en la forma de una moneda de veinte centavos- Borges empieza a olvidar a Teodelina e inicia el padecimiento del inevitable influjo de aquel objeto. Los primeros síntomas son evocaciones de monedas célebres; el óvolo de Caronte; el denario inagotable de Isaac Laquedem; el luis que delató al fugitivo Luis XVI y las treinta monedas de Judas empiezan a desfilar por la cabeza del narrador.





Poco a poco todo lo demás -el universo- empieza a difuminarse, a apartarse  y es opacado mientras el Zahir reluce con más brillo y se impone. El mundo empieza a sintetizarse en algo simple, en un solo objeto, en la terrible moneda ¿Se puede descifrar el cuento como una precisa visión futurista acerca de nuestros días? En el relato se dice que en cada época hay un Zahir, quizá la propensión a reducirlo, frivolozarlo y uniformizarlo todo sea el de nuestros días.

La fabulosa historia también aborda teorías que sugieren que el entendimiento absoluto de todo lo que existe pude lograrse conociendo solamente, y en su totalidad, a una flor, a un tigre, o a una moneda. La idea de que el hombre es un microcosmo, como todo lo es, reluce con fuerza también. En fin, Borges explora muchísimas creencias, teorías y filosofías en muy pocas –pero genialmente usadas- palabras, sin embargo siempre deja la sensación de que no se ha entendido todo, de que aún quedan cosas por descifrar, por adivinar, por completar.


Al leer cuentos como “El Zahir” las emociones son tan intensas, tan vívidas, que uno llega a sentir que el escritor está cerca, que está respirando al lado, que nos está contando la historia él mismo.    
Leyéndolo, uno realmente siente que Borges es eterno, inolvidable.

domingo, 30 de junio de 2013

Los días del Cusco


Eran casi las ocho de la noche y la combi en la que regresaba a casa no avanzaba por la congestión. Al mirar por la ventana vi la calle Ayacucho llena de basura; unos borrachos se estaban insultando y terminaron agarrándose a golpes; un niño lloraba a su lado; unos jóvenes miraban la escena mientras  reían a carcajadas. Sí, muchas groserías sonaron mientras a mis oídos llegaba la tonada de alguna cumbia a todo volumen. Son los días del Cusco, me dije, son los días de mi ciudad y así es como celebramos.

No fui al Inti Raymi, durante esa ceremonia estuve en un almuerzo con unos buenos amigos. Mientras comíamos uno de ellos hizo un comentario que me pareció muy acertado: “En el Inti Raymi se afirman nuestros complejos. Es el día del Cusco y para celebrarlo se hace aquella ceremonia en la que los turistas, los extranjeros usualmente, están cómodamente sentados en primera fila mientras los cusqueños, alzando sus cabezas, tratan de ver alguito, tratan de participar, aunque sea colándose, en su propia fiesta”.

Los días del Cusco han pasado así; con los desfiles de siempre en los que absurdamente se endiosa al alcalde, al papá lindo; con borracheras y comilonas que dejan las calles más sucias que en cualquier otro mes del año; con ceremonias en las que los cusqueños deberían estar sentados en primera fila pero resultan ser echados al patio de atrás.  

El Cusco y los cusqueños se merecen más. Estos días deberían ser divertidos pero también enriquecedores. Deberíamos visitar más los museos, llevar a los más pequeños a lugares nuevos con historias sobre su ciudad. Los niños no merecen ver como sus padres echan basura y se emborrachan en plena calle por el día del Cusco.

Estos días de fiesta deberían aprovecharse para enaltecer realmente a nuestra ciudad saliendo a caminar con la familia por sus calles, plazas y museos. Lugares en donde -como en pocas partes en el mundo- es realmente posible viajar en el tiempo.

domingo, 19 de mayo de 2013

Viajando en el tiempo





En la época de los incas, en el sitio donde ahora me encuentro -el monasterio y museo de Santa Catalina-, existía un lugar que por sus fines y el estilo de vida de sus habitantas tenía  muchas similitudes con el actual monasterio.

Aquí vivían las aqllas, mujeres que por su alcurnia y belleza eran seleccionadas para vivir aisladas del mundo. Esas doncellas ocupaban sus días en la elaboración de tejidos que finalmente serían las vestimentas del Inca. Muchos años después, en la época colonial, las monjas de claustro que moraban en este sitio tenían entre sus ocupaciones principales la de elaborar las vestimentas que usaban los obispos y superiores del clero eclesiástico.

Uno se entera de esos curiosos detalles en la primera sala del museo. ¿Se habrá elegido el sitio deliberadamente, será solo una gran casualidad? Siguiendo por el pasillo que conduce al ambiente principal se ven hermosos telares coloniales del siglo XVIII, es desde ahí, oyendo la música sacra, que vamos iniciando nuestro viaje en el tiempo.

Estatuas de monjas de tamaño real nos sorprenden y asustan por su realismo, hacen que me detenga. La que veo ahora está en un reclinatorio rezando. Continúo y me detengo a mirar los cuadros con motivos religiosos, en su mayoría son del siglo XVII o del XVIII, todos anónimos. La persona a cargo de la seguridad del museo me dice que no eran pintados por una sola persona, que “más bien eran hechos por varios artistas, unos especialistas en pintar brazos, otros manos, caras y así”. 

Al final de este ambiente, hacia la derecha, está la sala mortuoria. Una de las monjas está siendo velada ahí, me detengo solemne y miro su rostro, tiene los ojos cerrados. Luego contemplo a mi alrededor: grandes cuadros con delineados marcos de estilo barroco decoran el lugar. Me despido de la difunta y voy hacia el estudio. La máquina de escribir “Torpedo” que tengo al frente debe tener muchos años. Es el objeto más preciado aquí para mí, me demoro mucho viéndola. Detrás de ella, en un escaparate colonial, hay libros antiguos, manuscritos, pergaminos, un codiciado botín.

Conecta con el estudio la “sala del confesionario”. Describir lugares así de hermosos es complicado, en los muros y en el techo hay pinturas que dan al lugar un ambiente especial. Los murales han sido atribuidos al artista Tadeo Escalante, ¿habrá pintado realmente ese artista la habitación en la que estoy? La historia tiene muchos escollos, uno nunca sabe.

Al fondo una monja está echada de costado en el piso, a su alrededor sus compañeras están sentadas y la miran con rostros severos, parece que se está confesando en voz alta. Qué difícil situación, qué incómodo debe ser para ella,  mejor salgo de aquí. Veo una vez más la máquina de escribir, el precioso escritorio que está al lado, los libros y los escaparates barrocos.


Subiendo al segundo piso, me llama la atención un cuadro que representa la crucifixión de Jesús, me sorprende porque en la parte inferior izquierda de la pintura hay una pequeña calaverita que viste un hábito, de su boca salen letras en latín, leyendo  la descripción del cuadro me entero de lo que dice: “recen al Señor por la Natividad”. Dice la historia que “la Natividad” era una monja que nunca había llegado a adecuarse al estilo de vida del claustro, al morir su alma penaba por los pasillos del monasterio. La pintaron ahí –representada como una calavera- para que su alma descansara en paz.

En el segundo nivel me distraigo con los armarios llenos de objetos antiguos: jarrones, vasijas, platillos y tazones. También me impresionan las puertas ornadas de los muebles. En una mesa un grupo de monjas está disfrutando de su cena, como no quiero importunarlas no llego a apreciar muy bien el hermoso cuadro que tienen detrás, en él se representa a María sosteniendo el cadáver de su hijo, el fondo negro, contrastando el blanco y triste rostro de María, genera realmente una sensación de melancolía.

La pinacoteca es un privilegio para la vista, para nuestros ojos. Un cuadro en especial atrae mi atención. En la descripción dice que la mujer que observo es la “Virgen de la Asunción”. Parece que está en estado de trance, mira de manera perturbadora hacia arriba y está rodeada de muchos  rostros de niños, ángeles que la recorren y la observan. Algunos también me miran con una expresión pícara, más que ángeles parecen pequeños demonios, pobre Virgen de la Asunción. Al fondo hay cuadros atribuidos a Diego Quispe Tito, “La Sagrada Familia” es uno de ellos, en éste los colores son muy intensos, alegres.

Al despedirme del lugar, mientras voy saliendo, se va imponiendo a la música sacra, la bulla de los carros, el sonido atronador de la ciudad. 

Ya afuera, caminando por la calle Triunfo de nuevo en el presente, pienso: realmente los museos son lugares que nos permiten huir de la realidad, de lo actual. Son sitios en donde caminamos por el pasado y somos transportados por bellos cuadros, telares multicolores, manuscritos, libros, pergaminos, objetos antiquísimos y música de otros tiempos.

 

domingo, 5 de mayo de 2013

La literatura sí es fuego


En la primera novela de Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros, 1963 ) se percibían ya algunas características que seguirían repitiéndose en muchas de las demás obras del gran autor: una técnica narrativa vanguardista dotada de muchas perspectivas, enriquecida con las voces de muchos narradores que se mezclan y cuentan la historia desde distintos tiempos y ángulos, una técnica que sobre todo se influenció en la obra del magnífico escritor William Faulkner. También podemos notar una tenaz disciplina flaubertiana que da la impresión de que, más que del talento, la obra es el resultado de un trabajo esforzado, metódico, estratégico.

Pero sobre todo puede distinguirse desde ahí -desde ese primer gran destello- una característica que quizá hace que su genial narrativa obtenga una verdadera cualidad incendiaria. Desde que Vargas Llosa escribió “La ciudad y los perros” manifestó siempre una fuerte crítica en contra de la sociedad peruana, una sociedad muy corrompida, corrupta, injusta, que prefiere eludir valores primordiales con tal de salvaguardar la imagen, la apariencia.

El premio Nobel de literatura dijo una vez, en un gran discurso, que “mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él”. También manifestó -en ese mismo discurso- que la literatura es fuego y que sirve para agitar y exaltar el inconformismo de las personas en su sociedad. Sucede así desde que nos sumergimos en esa magnífica historia, mientras caminamos por las cuadras del colegio militar Leoncio Prado y vemos cómo ahí impera la ley del más fuerte, cómo un sistema que promueve la disciplina por medio de la violencia sólo logra corromper más a los jóvenes estudiantes.

Mientras escuchamos las voces del serrano Cava, del Boa, del Esclavo, del Jaguar o de Alberto, no sólo nos sentimos visitantes, turistas en el relato, sino que también vivimos cada suceso, los sentimos y nos indignamos con cada injusticia.

Muchos críticos literarios consideraron que el epílogo del libro era innecesario, que la novela hubiera resultado mejor sin éste porque de alguna manera “mal formaba su estética”. Ahora que he vuelto a leer el libro después de algunos años, pienso que estaban muy equivocados. Es justo en esa última parte en donde hallamos la crítica más certera a nuestro país, es ahí, cuando nos vamos despidiendo de todos los personajes, que vemos cuán contrastada y desigual es nuestra sociedad, cuán inicua resulta.

Tal vez algunas veces han tenido la sensación, cuando los ven leyendo literatura, de que son percibidos como alguien que está perdiendo el tiempo, tal vez han escuchado comentarios que sugieren que la literatura es algo banal, que en realidad no sirve para nada, que es algo que solamente entretiene. 

Creo que, como a mí, leer “La ciudad y los perros” los convencerá de que no es así, les hará tener la convicción de que la literatura -como dice Vargas Llosa- es en verdad fuego. Les mostrará que los libros son instrumentos incendiarios que acentúan nuestro inconformismo, que sirven para que nos indignemos, para que protestemos, para que critiquemos y queramos mejorar.

domingo, 21 de abril de 2013

No miente, no votes por él




Se ha hablado mucho en estos días de Javier Diez Canseco. En los diarios y en la televisión son muchos los homenajes, los recuerdos enaltecedores, los artículos en los que me he ido enterado de detalles desconocidos sobre su vida y que hacen que crezca mi admiración por él.
No sabía que en su juventud fue vocalista en un grupo que también integraba el gran saxofonista Jean Pierre Magnet; que, como el entrañable “Zavalita”, había renunciado a una serie de privilegios económicos, que una familia muy bien acomodada le ofrecían, para volverse socialista; que es un gran bailarín a pesar de su discapacidad y que una de sus canciones favoritas es la polka criolla “el electricista”.


Definitivamente ha sido positivo enterarme en estas últimas semanas de todas esas cosas, me parece bueno que ahora su figura brille por reconocimientos bien merecidos, que hayan comentarios, de amigos y adversarios políticos, que indiquen que “a pesar de no siempre haber estado de acuerdo con su posición, es innegable que es un hombre de principios, íntegro,” ¡íntegro!, qué fabuloso poder decir eso de un político peruano, ¿no?

Es bueno todo ese reconocimiento a Javier Diez Canseco, pero, hay que decirlo, tiene un sabor agridulce porque todo esto coincide con su mal estado de salud y la injusta sanción que le impuso el congreso –sanción que ha sido anulada en la vía judicial y que, proviniendo de esa institución, resulta más bien una condecoración-. Debemos ser más justos, en el tiempo preciso, con los buenos políticos, sobre todo porque son pocos.

Toda esta actual difusión me ha recordado su infructuosa campaña política en la que fue candidato a la presidencia en el año 2006. Me ha traído a la memoria específicamente el eslogan de su campaña: “No miento, no votes por mí”, ¿se acuerdan? En las calles de Lima muchos lo leían y reían sin entender, “no votes por mí, qué cojudo, para qué se candidatea entonces”. Pero los cojudos éramos nosotros al no comprender que esa frase simple era un grito de protesta contra nosotros, los inicuos electores. Era una llamada de atención -que pasó inadvertida- a los que prefirieron a Fujimori tantas veces y a los que demoramos tanto en sacarlo del gobierno, era un jalón de oreja a los que decían que el grupo colina le era ajeno al chinito, que había que meter mano dura para salvarnos del terrorismo, que toda atrocidad era justificable. Era una recriminación a personas como las que en estos días quieren hacer pasar delitos de lesa humanidad como simples crímenes que pueden ser indultados.

Nuestra historia política es más triste que una película hindú, ejemplos de malos políticos hay muchos y por eso en esta ocasión quise hablar –como un contraste entre tanta cochinada- de Javier, del político peruano que nos decía que no votáramos por él porque no miente y no nos subestima, porque no dice solamente lo que queremos escuchar, porque es consecuente cuando se trata de sus principios, porque jamás se doblega y es coherente entre lo que dice y hace.

Espero que pronto su salud mejore y siga siendo un extraordinario ejemplo de que es posible ser político y también un hombre honesto. 



domingo, 7 de abril de 2013

Lo que queda de los poemas




El primer indicativo que percibí, la primera señal que tuve de que algo andaba mal en el mundillo cultural, fue una revista de poemas que un amigo había editado y muy entusiasmado me regaló hace años. El texto había sido realizado en Arequipa por un grupo de jóvenes poetas –sí, de esos que actualmente abundan- y lo que ahora recuerdo de aquello, lo que viene a mi memoria para graficarles lo que quiero contar, no es precisamente la belleza armónica y poética de los versos, no. Lo que parece haber quedado son las imágenes que antecedían a cada poema. Eran fotografías de animales, en su mayoría caballos, que aparecían teniendo sexo con mujeres. Esa aberración parecía ser el tema central de la publicación, ni siquiera recuerdo de que trataban los poemas, recuerdo la sorpresa, el escándalo, la desagradable impresión que esas fotos me causaron, nada más.

¿Ese es el fin de lo artístico ahora? ¿Se fabrican esos panfletos para escandalizarnos y ya? ¿Se hacen recitales de poesía para que escuchemos, hasta el hartazgo, palabras como vagina, senos, clítoris, pene y demás? Si en estos días esa es la finalidad del arte, de lo cultural, sin duda los nuevos poetas están logrando sus metas y cosechando muchos “éxitos”. Mi memoria es una prueba de que están cumpliendo su cometido, de que el escándalo es más fácil que el verdadero talento y que este puede ser soslayado, reemplazado por el barullo, la chacota; esas herramientas siempre tan infalibles para llamar la atención (lo único que al parecer buscan).

Después de aburrirme un rato con los poemas, termine echando a la basura el panfleto. Lo arroje –como suelo arrojar las secciones de sociales de los diarios- sobre todo temiendo que alguno de mis pequeños sobrinos lo encuentre y crezca vacunado para siempre de la literatura por la cruel idea de que es algo podrido y necesita de esas imágenes para sobresalir.

Nunca le dije a mi amigo lo que pensé de sus “poemas”, intento seguir la vieja regla de que “si no tienes nada bueno que decir de algo, mejor no digas nada”. Seguramente él y sus amigos seguirán haciendo de las suyas en su facilísima cruzada por escandalizar al mundo, alejados de las ya anacrónicas finalidades del arte: enriquecer el espíritu, generar reflexiones profundas, afianzar valores, mostrar distintas realidades y generar la necesidad de mejorar, entre otras.

Es una lástima que actualmente muchos poetas se canalicen solamente en lograr lo escandaloso, que sus escritos terminen en el inodoro del alboroto, que pasen sólo como pequeños destellos frívolos y, al final, no alimenten ningún apetito verdaderamente artístico.