domingo, 3 de noviembre de 2013

Banalízate y existirás

Hay una tendencia que recientemente he notado con mayor intensidad en el Cusco, una propensión que parece estar acentuándose, una forma de entender, revalorar, rescatar y exponer lo cultural -practicada cada vez más por la gente dedicada al arte- que realmente ha llegado a preocuparme.

La tendencia tiene cánones rigurosísimos y dicta que los poemas, pinturas, canciones, fotografías, y cuentos deben pasar, antes que nada, por un filtro fashionista y frivolizador. Así lo exige el movimiento, todo debe volverse lúdico, divertido, en una palabra: fácil. Ese es el paso ineludible para que cualquier cosa -oh, qué felicidad- pueda ser considerada artística, cultural, innovadora, escandalosa, iconoclasta, posmoderna. Esos adjetivos tan codiciados y valorados por la nueva tendencia. 

El reciente movimiento no sería peligroso ni preocupante si, para ser bien visto y aceptado, no vendría disfrazado de buenas intenciones.

Hace poco me enteré de una curiosa campaña que realiza un grupo de jóvenes. Ellos -muy fashionistas y artísticos- quieren rescatar y revalorar el quechua cantando canciones pop en el ancestral idioma. Cuando les preguntan por qué usar las melodías occidentales, contestan -con pose intelectual- que “es innegable su origen andino, incaico, imperial”, pero también -quizá sobre todo- “es innegable que son hijos de Lady Gaga, Madonna y Shakira”. Solemnes, anuncian que son algo así como “el cruce entre Pachacútec y Britney Spears” y que usarán su arte para rescatar y revalorar el idioma de su papi, cantando al ritmo de su mamá.

Se ha discutido mucho sobre si el camino para perennizar las manifestaciones culturales originarias de nuestro país es que irremediablemente éstas se occidentalicen, si pueden sobrevivir puras conservando su espíritu, su autenticidad, o es que deben fusionarse para seguir vigentes. Esa discusión perdura y sigue generando gran polémica, pero no es la discusión que le compete a este caso. Lo que me preocupa no es el afán de occidentalización, es la vocación frívola y facilista -que parece estar extendiéndose cada vez más- lo que ha llamado mi atención.

El quechua no es solo un conjunto de palabras, de vocablos -ninguna lengua puede reducirse únicamente a eso- es una manera de ver y comprender el mundo. Un idioma importa y debe perdurar sobre todo porque en cada sonido que se produce con él, en cada palabra y frase, está contenida una forma de interpretación cultural distinta, única y muy valiosa. No se trata solo de saber palabras en quechua. Si se quiere salvar ese idioma hay que ser quechua. (Un ejemplo mencionable es el grupo musical Uchpa, que no solo usa el lenguaje con recursos actuales. Procura emitir también un sentimiento, lo quechua en sí).

Cuando esos jóvenes cantores hijos de Lady Gaga, indudablemente miembros del nuevo movimiento, usan el pretexto del noble fin y pretenden revalorar a su forma y con recursos pop una lengua, no la están salvando, están exterminándola desde la raíz. Frivolizándolo, vuelven al idioma solamente en una representación chacotera, en un espectáculo discotequero.

Lo que demuestran los seguidores de este nuevo movimiento, lamentablemente, es que para que cualquier manifestación cultural subsista en la actualidad, no solo debe occidentalizarse, debe, sobre todo, banalizarse. Lo que en verdad nos cantan, al ritmo de la chica material, es una tonada que quizá suena divertida, pero que tiene un contenido muy triste: “Si quieres resaltar, si lo que sea quieres rescatar, frivolízate, frivolízate. Si quieres ser escuchado, y ser llamado artista, banalízate, banalízate. Si quieres pasar por cultural, por un intelectual, fashionízate, fashionízate”.




domingo, 20 de octubre de 2013

Flaubert, el verdadero artista

Henry James no se equivocó al afirmar que gracias a Gustave Flaubert, la novela –vista antes como un género literario menor, de pasatiempo- se invistió de una jerarquía artística que la enaltecería para siempre. A partir de Madame Bovary, aunque el mundo demoró mucho en reconocerlo, la novela fue considerada una de las formas más bellas de la literatura. 

Flaubert –desconfiado y receloso de la inspiración- creía en la labor constante, en la disciplina como única manera de lograr el estilo anhelado. Consideraba que, como en la poesía y en la música, el sonido y la forma eran trascendentales. El camino para lograr su objetivo era claro, había que “lustrar una y otra vez las palabras, para que brillasen". Después de largas horas de extenuante trabajo buscando “el vocablo justo”, sometía todo lo escrito a una rigurosa prueba auditiva. En un lugar apartado de su hogar, a voz en cuello, leía todo lo producido buscando y eliminando las odiosas disonancias. Leía y releía -entonaba- haciendo arreglos para que toda su creación tuviese un estilo pulcro, artístico. Aspiraba a que todo gozara de eufonía.

Pero el género novelesco no está en eterna deuda solo por ése gran logro estilístico desplegado en Madame Bovary. En aquel libro se encendió el primer destello que posteriormente iluminó (y sigue iluminando) las obras de autores importantísimos como Joyce y Proust. En su primer libro publicado, Gustave –tal vez sin percatarse- inventó una de las técnicas narrativas más exquisitas: el monólogo interior.

Al inicio del relato es un narrador-personaje el que empieza a introducirnos en la historia. Después de detallar lo que al parecer él mismo presenció, desaparece y nos deja escuchando la voz de un narrador omnisciente, impersonal y objetivo, que describe los hechos con un carácter casi científico, pero que también nos permite apreciar –gran hazaña estilística- la historia desde la mentalidad de los personajes, desde su intimidad.


Aún recuerdo la gran impresión que tuve cuando descubrí cómo, con algunas frases en cursiva o algunas interrogantes usadas de forma muy precisa, Flaubert me invitaba a pasar y a entender la historia desde las cabezas de Madame Bovary, Charles, Rodolphe o la de León. La técnica aplicada era increíble, sobre todo considerando que la novela se escribió en el siglo XIX. No lo dudé entonces, todo lo que se decía del libro era cierto: era una gran innovación, un gigantesco adelanto para su tiempo, una revolución y ahí, entre esas palabras, estaba el germen del que muchos autores consagrados se habían beneficiado.

Cuando la novela se publicó por primera vez, no fue bien acogida. Sus primeros críticos fueron muy duros, dijeron que Flaubert solamente se había limitado a copiar la narrativa de Balzac. Tildaron al libro de inmoral y frío; se horrorizaron de sus “crueles descripciones”, le reprochaban a Gustave el no haber tomado una posición, el no haber incluido un “héroe laudable”. El escritor incluso tuvo que soportar un tedioso proceso judicial por haber promovido y alentado “costumbres pecaminosas mediante esa mujer promiscua". Fueron pocos los que apreciaron el valor del relato, entre ellos estaban Victor Hugo y Baudelaire. Ellos comprendieron (lo señala Maurice Nadeau) la dificultad que el joven escritor había superado y felicitaron su “sutil y preciso estilo”.

A través del tiempo la obra ha sido revalorada. Muchos escritores, ensayistas y críticos literarios han profundizado en su historia. Se ha dicho que es la primera novela moderna; que abolió y renovó todos los cánones literarios. A Emma -soñadora y rebelde- la han asociado por su amor a los libros y su desprecio por la realidad con el entrañable Quijote.

Actualmente el grandioso monumento que es ese libro resulta, además de todos sus innegables aportes a la literatura, un radical ejemplo que demuestra que lo artístico no se consigue mediante el escándalo y la chacota. Lo realmente perdurable es fruto del esfuerzo, la terquedad, la constancia y sobre todo la disciplina.

En lo futuro espero volver a hablar sobre este libro de mensajes y enseñanzas inagotables.

domingo, 6 de octubre de 2013

El eterno caballero


Leyendo la última parte del Quijote, mientras concluyo esta fabulosa y larga aventura, Cervantes parece enfatizarme la que tal vez fue su primigenia finalidad al escribir este libro: “Poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas novelas de caballerías”. 

Al final don Quijote parece muy racional, cuerdo. Reniega y se arrepiente de todas sus anteriores fantasías e incluso se usa a sí mismo como ejemplo de lo nocivo que puede resultar sumergirse en la literatura, en los sueños. Sancho, su leal escudero, le suplica que no se deje morir, “esa es la mayor locura que puede hacer un hombre”, exclama. Le pide que se levante de la cama, que salgan nuevamente a realizar los últimos disparates planeados, pero todo es en vano. 

Los papeles se han invertido y al parecer no hay vuelta atrás. El intercambio de roles entre caballero y escudero parece haber comenzado desde el inicio de la segunda parte del libro. Con la intervención de los distintos personajes en sus divagaciones, la propensión por lo fantástico del caballero de la triste figura ha ido mermando, ya no ve lo que quiere ver y da la impresión de requerir de los demás para seguir caminando en la irrealidad, mientras tanto Sancho se vuelve, con cada refrán que dice, más fantasioso, idealista. 

Lo anterior contrasta con el inicio de la historia donde, leyendo las primeras páginas, me he conmovido mucho conociendo a este viejo hidalgo echado a menos que invierte todo su tiempo en leer libros de caballería “con tanta afición y gusto” que llegó a olvidarse de todos los quehaceres materiales y prácticos; que vendió incluso muchas de sus “fanegas de tierra de sembradura para comprar libros”; y que, “del poco dormir y del mucho leer”, perdió el juicio.

Así, loco y ávido de aventuras, se encaminó en su célebre peregrinaje dispuesto a resucitar –como un hombre de otro tiempo- una tradición ya muerta: la andante y noble caballería.

En sus primeras andanzas la negación de la realidad que el eterno caballero demuestra es absoluta, su sed de fantasías es infinita y es por eso que le resulta fácil y hasta natural ver gigantes en vez de molinos, sentirse el morador de un gran castillo cuando en realidad está en una casa ordinaria, ver a ejércitos en vez de rebaños y creer que habla con distinguidas princesas cuando en verdad solo se está relacionando con simples pastoras. Él veía una bella y multicolor ilusión en un mundo aburrido, gris, real.

Luego de un periodo de reposo, cuando don Quijote retoma los caminos después de haber sido llevado con engaños a su hogar, su historia, la obra del árabe Cide Hamete Benengeli, anda ya por todo el mundo impresa en libros. Cervantes, que siempre nos narró los sucesos como un simple traductor de Benengeli, logra con ése recurso -tomado de las novelas de caballería- poner un relato dentro del relato mismo, consigue de alguna forma que la ficción se vuelva mágicamente real y así da la sensación de que don Quijote de la Mancha realmente existió.

La celebridad del caballero hace que desde su última salida sea reconocido como “el señor del libro”. Su anhelo de ilusiones parece agotarse cuando son los demás los que lo incitan a sumergirse más profundamente en su locura. El punto máximo lo alcanzan los caprichosos duques que con sus artimañas hacen que el viejo hidalgo por primera vez crea “ser caballero andante verdadero y no fantástico”. A partir de ése punto la narración se llena de contrastes y se van evidenciado sutiles cambios que desembocan finalmente en el que tal vez fue, como mencioné al inicio, el propósito inicial del libro.

Quizá la esperanza de desprestigiar a los arcaicos libros caballerescos funcionó y fue concebida tal cual por los primeros lectores del libro pero, a través de los años, esa finalidad se ha ido borrando poco a poco y la imagen del loco soñador ha prevalecido.
Grabado de Gustave Doré
Hace cuatro siglos que don Quijote salió de su casa para buscar aventuras, para socorrer, en nombre de su Dulcinea, a los débiles y a los necesitados.

Hace cuatro siglos que se escapó de la realidad, que se enroló en aquella cruzada dispuesto a enaltecer a los humillados y humillar a los injustos, y, ahora que cierro su libro, me parece que sigue galopando, montado en su rocinante, por el corazón de todos los idealistas del mundo.

domingo, 25 de agosto de 2013

Iconos de hoy

Arturo Delgado Galimberti -estupendo escritor peruano, fundador del blog “La secta del ruido" y columnista del portal virtual “Beatlesperú”- se hizo la pregunta que probablemente muchos admiradores de los Beatles nos hemos hecho alguna vez: ¿qué hubiera sucedido si John Lennon nunca hubiera sido asesinado y, en cambio, el de la muerte trágica e inesperada hubiera sido Paul McCartney?




La pregunta no se quedó ahí y acabo convirtiéndose en un curioso libro (Karma instantáneo para John Lennon, publicado por la editorial Mesa Redonda el 2012) que precisamente narra esa posible realidad alterna. Una historia en la que el añorado e idolatrado beatle desaparecido es Paul, y en donde John vive a la sombra de su ex compañero, eludiendo siempre preguntas sobre lo grandioso que fue trabajar al lado del mítico Paul McCartney, o sobre su aparatoso divorcio de la artista plástica Yoko Ono. 

En el libro aparecen destacados ídolos pop como David Bowie, Halle Berry (que en la narración es la nueva pareja de Lennon), Woody Allen, entre otros. Para un seguidor de la música de los Beatles el libro resulta divertido, muy entretenido. Pero al echar un vistazo un poco más profundo, la historia resulta también una crítica muy sutil a la actual sociedad de consumo y sus consecuencias.

Antiguamente los iconos en una sociedad se generaban por actos  que trastornaban el curso de la historia; por dogmas y creencias milenarias con tradiciones antiquísimas; por filósofos y sus pensamientos desarrollados en el trascurso de incontables tratados.
En estos días quizá todo eso suena arcaico y hasta absurdo. Ahora nuestros ídolos se crean siguiendo las reglas de la religión que ha logrado lo que ninguna en la historia, unir en su seno -sin distinciones de sexo, raza o nacionalidad- a la mayoría de la población mundial: el consumismo.

Los nuevos iconos no son tales si no aparecen en la pantalla cuadrada cantando canciones pegajosas y vacías, metiendo goles impresionantes o exclamando demagógicos discursos ante un apabullado público. Lo que interesa ahora, sobre todo, es que el objeto de “culto” pueda venderse en cantidades ingentes sin prever las consecuencias que eso genere en nuestras mentes, en nuestros actos.

Me ha dado la impresión de que en su libro Arturo Delgado ha querido hablar de forma soslayada de lo anterior mientras fantaseaba con sus músicos favoritos; algo realmente loable porque de esa forma ha logrado lo que un buen libro siempre debe procurar: mostrar y discutir asuntos importantes, mientras nos entretiene de la forma más profunda posible.

domingo, 11 de agosto de 2013

La época de las frases



Reviso el Facebook y un montón de fotos, canciones y sobre todo frases sueltas saltan a la vista. Las frases se atropellan unas a otras, pugnan por ser la más divertida, la más profunda, la más elogiada.

Leo palabras que aclaran haber sido dichas por Albert Einstein, por Bob Marley, por Charles Bukowski. Leo restos de libros que han sido fatalmente reducidos a una pequeña porción de letras y me pregunto: ¿qué caso tiene intentar escribir una columna, un cuento, un libro en una época en la que las frases tienen la primacía?

Esa interrogante ha estado rondando con insistencia en mi cabeza. La propensión a simplificar, disminuir y volverlo todo –incluso la literatura- en algo inmediato me parece una plaga incontenible que nos está haciendo mucho daño. Esa vocación reduccionista nos está privando de un universo infinito de aprendizaje, enriquecimiento y goce. ¿Cuántas personas son capaces en estos días de leer un libro de cabo a rabo? ¿Cuántos de esos chicos afectos a compartir frases de Cortázar habrán leído al menos uno de sus libros? 


Decir que esas preguntas me han estado agobiando sería exagerado, pero no puedo negar que me entristecen un poco, me desaniman y hasta a veces me quitan las ganas de escribir.

Usualmente trato de terminar esta modesta columna con un mensaje optimista, alentador. Esta vez no encuentro ninguno que se ajuste a lo tratado, así que solamente dejo aquí estas cuestiones a ver si surgen respuestas alentadoras.

domingo, 28 de julio de 2013

Las raíces del Amauta


En los “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana” –publicados por primera vez un siglo después de la independencia del Perú- José Carlos Mariátegui explica, desde una perspectiva económica y marxista, la historia y la situación de nuestro país desde los días del Tawantinsuyo donde, según “todos los testimonios históricos el pueblo inkaico –laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo- vivía con bienestar material“, hasta el Perú de los años veinte. En el libro podemos entender, por sus magníficos argumentos, temas como: el trauma de la colonización, el proceso agrícola o la evolución de la literatura en el Perú. 


Recientemente me he topado con algunas críticas al brillante libro del Amauta, una de las más duras la encontré en el libro llamado “El descubrimiento de España” de Fernando Iwasaki. Aunque de forma soslayada, en ese libro se sostiene que Mariátegui fue muy simplista y escaso al supuestamente atribuir todas las carencias de nuestra república solamente a la colonización española. El autor casi llega a afirmar que José Carlos Mariátegui a la larga ha resultado perjudicial para los peruanos por haber alentado nuestro resentimiento hacia España. Creo que esas críticas son infundadas y que los siete ensayos más bien demuestran, al contrario de lo supuesto, lo absurdo que resultaría estar resentido con personas que nada tienen que ver con periodos traumáticos de nuestra historia -los españoles de hoy son los descendientes de los españoles que durante la conquista del Perú decidieron quedarse en casa, no lo olvidemos-. Odiar a los españoles que nos colonizaron es odiar parte de nuestro pasado, parte de nosotros mismos. 

También he oído decir en estos días que “los siete ensayos deberían considerarse solo por su valor netamente histórico, ya que en estos tiempos resultan anacrónicos”. Es probable que muchos postulados del libro hayan quedado desfasados por el paso de los años pero su espíritu, su finalidad ideal, aún reluce con mucha fuerza y no se extingue. El sueño de entender, reforzar y afianzar nuestra peruanidad sigue latiendo en ese valiosísimo libro.

Los siete ensayos siguen resultando una gran herramienta que nos ayuda a comprender –sin soslayar ningún aspecto importante- el origen de los problemas que nuestro país ha ido arrastrando a través de los años, nos muestra nuestros primigenios prejuicios y, al final, demarca un camino optimista, próspero.


Algo interesante en la obra de Mariátegui es el tema de “la tierra”, éste era una constante; de ella salen los alimentos, la vida misma. La tierra es el bien primordial del campesino, pensaba con mucha razón. Incluso para referirse a asuntos intelectuales o artísticos, el simbolismo y las metáforas sobre la tierra estaban siempre presentes en su imaginario. Una de esas metáforas que más recuerdo y que parece haberse quedado impregnada en mi memoria es la que demuestra que no es necesario, en el caso de un creador, o de cualquier hombre que produzca, valorar símbolos vacíos como escarapelas, banderas o fechas importantes. Para generar obras hermosas y con ellas forjar nuestra nación, decía Mariátegui, había que tener “las raíces bien plantadas en la tierra”, en las tradiciones, en el pueblo y sus problemas, de esa forma se producirían los buenos frutos destinados a afianzar nuestra peruanidad.

domingo, 14 de julio de 2013

Borges, inolvidable


El cuento “El Zahir” (El Aleph, 1949) ,de Jorge Luis Borges, trata, entre muchas otras cosas, de una palabra cotidiana, común: inolvidable.

¿Existe algo que sea realmente inolvidable? No hablo de datos que se tienen almacenados en la memoria y que acuden cuando uno lo desea, no. Hablo de algún objeto simple (una moneda de veinte centavos por ejemplo) que tenga la cualidad, por razones inexplicables, de nunca apartarse del pensamiento. Algo que a partir de haber sido visto, todo el tiempo esté -en el sentido más absoluto- en nuestra cabeza. Una cosa que desborde los límites máximos de la obsesión ¿Hay algo así en el mundo real? En la monótona y aburrida cotidianidad un objeto así es inconcebible, pero, en el universo que Borges creó, entre sus muchas trampas metafísicas con forma de cuento, existe una cosa de esa naturaleza y se llama Zahir. 

El relato explica que Zahir fue, en Guzerat, a finales del siglo XVIII, un tigre. Que fue un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien los fieles lapidaron; un astrolabio; una pequeña brújula; una veta en el mármol de un pilar; el fondo de un pozo y una moneda que “Borges” recibió de cambio después de haberse tomado una caña luego de asistir al velorio de su hermosa, meticulosa y querida Teodelina.

Después de recibir el Zahir –en la forma de una moneda de veinte centavos- Borges empieza a olvidar a Teodelina e inicia el padecimiento del inevitable influjo de aquel objeto. Los primeros síntomas son evocaciones de monedas célebres; el óvolo de Caronte; el denario inagotable de Isaac Laquedem; el luis que delató al fugitivo Luis XVI y las treinta monedas de Judas empiezan a desfilar por la cabeza del narrador.





Poco a poco todo lo demás -el universo- empieza a difuminarse, a apartarse  y es opacado mientras el Zahir reluce con más brillo y se impone. El mundo empieza a sintetizarse en algo simple, en un solo objeto, en la terrible moneda ¿Se puede descifrar el cuento como una precisa visión futurista acerca de nuestros días? En el relato se dice que en cada época hay un Zahir, quizá la propensión a reducirlo, frivolozarlo y uniformizarlo todo sea el de nuestros días.

La fabulosa historia también aborda teorías que sugieren que el entendimiento absoluto de todo lo que existe pude lograrse conociendo solamente, y en su totalidad, a una flor, a un tigre, o a una moneda. La idea de que el hombre es un microcosmo, como todo lo es, reluce con fuerza también. En fin, Borges explora muchísimas creencias, teorías y filosofías en muy pocas –pero genialmente usadas- palabras, sin embargo siempre deja la sensación de que no se ha entendido todo, de que aún quedan cosas por descifrar, por adivinar, por completar.


Al leer cuentos como “El Zahir” las emociones son tan intensas, tan vívidas, que uno llega a sentir que el escritor está cerca, que está respirando al lado, que nos está contando la historia él mismo.    
Leyéndolo, uno realmente siente que Borges es eterno, inolvidable.