domingo, 20 de abril de 2025

ELOGIO DE VARGAS LLOSA


En el año 2000 yo tenía quince años y el nombre Mario Vargas Llosa sonaba tanto —el novelista, el intelectual y crítico de las dictaduras— que, a pesar de ser ya un lector entusiasta, quizás por pura contradicción, no me animaba a leer la obra de este escritor. Pero ese año mi tío Daniel, gran promotor de la lectura, me regaló un libro de preciosa edición, La fiesta del Chivo. No es exagerado decir que, a partir de ahí, mi vida cambió.


La novela había salido ese mismo año, y trataba sobre la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo; muchos vincularon esa historia con la dictadura de Fujimori, que los peruanos seguíamos padeciendo. El libro me maravilló, elevó mi gusto, mi interés por las historias sobre dictadores. No tardé en interrogar a mi profesora de Literatura, Farah Mora Leyton, en busca de más relatos de ese género. Quería revivir la exaltante aventura que fue caminar al lado del terrible Trujillo, sufrir con la trágica Urania Cabral, odiar al despreciable Johnny Abbes García, conspirar y matar al dictador, junto a los libertadores y héroes de esa gran historia. Farah me recomendó El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos y El recurso del método, de Alejo Carpentier. Pero, aunque esas eran grandes novelas, debo decir que al leerlas la emoción no fue la misma. No me pasó lo que con el libro de Vargas Llosa. ¿Fue ahí que comencé a entender, como nos enseña Mario en sus Cartas a un joven novelista, que es la forma y no el tema lo que determina el éxito o el fracaso de una ficción?

A la lectura de La fiesta del Chivo le siguieron Conversación en La Catedral, La casa verde, La ciudad y los perros, La guerra del fin del mundo, El paraíso en la otra esquina, El hablador, Historia de Mayta, Los cuadernos de don Rigoberto… ¡Qué abrumadoras muestras de genialidad, qué manera de narrar! Leer a Vargas Llosa era sumergirme, una y otra vez, con cada nuevo libro, en un autor que no se repetía nunca, que inventaba, revolucionaba, renovaba el lenguaje, las técnicas, las formas, en cada nueva aventura. 

Conocer al novelista Mario Vargas Llosa es una experiencia que —aunque suene cliché volver a decirlo— me cambió la vida. Estoy seguro de que, de no haberlo leído, sería peor de lo que soy ahora: más inculto, intolerante, conformista; menos soñador, exigente y crítico con la realidad. No sería tan consciente de que este mundo está mal hecho y de que lo debemos cambiar. Con seguridad, mi vida habría sido aburrida, gris, insípida, si no hubiera vivido todas esas historias, si no me hubiera sentado en una de las mesas del bar La Catedral, junto a Zavalita y Ambrosio, para preguntarnos juntos —a través de esas conversaciones vertiginosas, que se suman unas a otras, en una magia de la forma literaria— ¿en qué momento se había jodido el Perú? O si no me hubiera sumergido en aquel maravilloso laberinto selvático que es La casa verde, junto a los inconquistables, a Fushía, Aquilino, Lalita y Bonifacia, a través de esos flashbacks incorporados en el tiempo presente —un recurso genial inventado por Vargas Llosa—, dentro de una estructura tan bien lograda que llegó a superar incluso a las que creó Faulkner.

Aún recuerdo el estremecimiento, la conmoción, cuando descubrí, en El hablador, que Mascarita era el contador de historias de los machiguengas y que ahí mismo, rodeado de árboles, riachuelos y vegetación espesa, nos estaba contando la historia de Gregorio Samsa. ¡Era La metamorfosis, Kafka, impregnando el mundo de la tribu!

Yo caminé junto a Antonio el Consejero, a Paul Gauguin, Flora Tristán, Roger Casement, el sargento Lituma, Mayta, don Rigoberto, los cadetes del Leoncio Prado… Si intentara revivir y traer aquí, con palabras, todas las impresiones que me causaron —y me seguirán causando— mis aventuras vargasllosianas, podría seguir horas y horas, el tiempo se extendería sempiterno. Pero debo pasar a otro capítulo.

Mario Vargas Llosa fue, ante todo, un extraordinario novelista; uno que está —que no lo dude nadie— al nivel de Victor Hugo, Dostoyevski, Tolstói, Flaubert. Él pertenece a esa constelación de estrellas. Pero también fue, para mi fortuna, un ensayista profundo, lúcido y encantador. Sus reflexiones sobre la literatura no sólo me deslumbraron, me abrieron los ojos, me afinaron el oído, me volvieron un lector más atento, más exigente y agradecido.

¿Cómo no admirar y querer a este señor, si gracias a él pude disfrutar con más intensidad de los mundos de Flaubert, Victor Hugo, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, José María Arguedas, Gabriel García Márquez? Vargas Llosa no sólo escribió grandes novelas, también pensó la literatura con una inteligencia y una pasión contagiosa. En sus ensayos y artículos diseccionó ficciones como quien abre un mecanismo delicado para mostrar —sin destruir— su misterio. La orgía perpetua, Historia de un deicidio, La tentación de lo imposible, La utopía arcaica, La verdad de las mentiras, entre otros, son textos que iluminaron mi camino de lector.


Pero esto no es todo, Mario Vargas Llosa fue, además, un intelectual comprometido con su tiempo. Al igual que Sartre, creía a pie juntillas —nunca dejó de creer— que las palabras son actos, que estas sirven para cambiar la realidad, sembrar el inconformismo y el espíritu crítico en los lectores. Desde su columna Piedra de toque, que salía cada dos domingos, opinaba no sólo sobre asuntos culturales y literarios; era también una voz lúcida y autorizada que defendía las ideas de la libertad —no sólo la económica, como suelen hacer muchos supuestos liberales, sino también las libertades sexuales, culturales, sociales— con la misma convicción con la que, en sus primeros días como escritor, defendió las causas del socialismo. De aquella ideología se alejó en su madurez, aun sabiendo —él lo sabía muy bien— que para un escritor lo más conveniente era tener el respaldo de la izquierda, pero Vargas Llosa prefirió la coherencia. Al alejarse del marxismo, fue atacado con dureza por los representantes de aquel poderoso enemigo dogmático que no tolera revisiones, contradicciones ni críticas.

En los años noventa, sacrificó por mucho tiempo su gran pasión —la literatura— para consagrarse de lleno a la política, postulando a la presidencia de su país. Fue una muestra de su amor profundo —muy alejado de nacionalismos reduccionistas que él siempre combatió— por el Perú. Esa tierra que, sin buscarlo ni proponérselo, era el país que le dolía más, que lo inquietaba más, que le importaba más.

Al margen de que uno esté o no de acuerdo con Mario Vargas Llosa, deberíamos saludar el valor que demostró siempre al dar su opinión sin esperar agradar a la mayoría, anteponiendo lo que consideraba correcto, sin ceder a la demagogia en la que caen tantos escritores e intelectuales actualmente. Fue una voz honesta, independiente, racional, elegante y esclarecedora, que me permitió —una cosa más que agradecerle— entender con más claridad mi tiempo, mi realidad.

Muchos lo criticaron y lo siguen criticando ahora por sus últimas posturas. Exhortarnos a votar por Keiko Fujimori frente a Pedro Castillo —quien representaba, a su juicio, la caída más segura en una dictadura estatista y colectivista— me parece, en realidad, una muestra más de su generosidad sin límites hacia el Perú. Esta decisión no implicaba que viera en Keiko a la candidata ideal, sino que optaba, de manera legítima, por el mal menor. Fue valiente al elegirla, aun sabiendo que se trataba de una opinión profundamente impopular, en una sociedad que, con frecuencia, prefiere a los opinadores mediocres, facilistas y tibios. Ahora, sus mezquinos detractores —mostrando su inmenso sectarismo— utilizan aquel suceso como pretexto para intentar desprestigiarlo. Era lamentablemente esperable, muchos prefieren a supuestos pensadores, a intelectuales cómodos, complacientes y anodinos. 


La muerte de Mario Vargas Llosa es, en realidad, una muerte entre comillas. Los grandes creadores como él no se van del todo, se quedan en sus libros, en las voces que inventaron, en los mundos que nos proporcionaron. Vargas Llosa no puede morir, no mientras sus lectores lo revivamos, andando nuevamente los pasos de sus ficciones y volviendo a escuchar su voz.




Hasta siempre, maestro. Nos vemos la próxima vez que me encuentre con uno de tus libros.




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jueves, 12 de septiembre de 2024

NO HAY DICTADURAS BUENAS




Esto no es una defensa de Alberto Fujimori, que falleció recientemente y merece todas las críticas y condenas que hoy se expresan. Ojalá los peruanos condenáramos a todos los dictadores con la misma firmeza con la que ahora repudiamos al corrupto y autoritario Fujimori.

Creo que todas las dictaduras, sean de derecha o de izquierda, deben ser rechazadas sin excepción. Por eso, no puedo evitar señalar la hipocresía de muchos moralistas que hoy condenan el régimen autoritario que sufrió el Perú en los noventa, mientras que al mismo tiempo admiran a dictadores como Fidel Castro o Velasco Alvarado, y se demoraron mucho en reconocer a Hugo Chávez y Nicolás Maduro como autores de una dictadura sanguinaria (algunos sólo lo hacen, sin convicción, ante cámaras como estrategia política).

Debemos tener claro que no existen dictaduras buenas, algunas pueden ofrecer la falsa coartada de la prosperidad económica, o de la lucha por la igualdad y la justicia social, pero, al final, los regímenes autoritarios nos despojan de bienes valiosos como la libertad, la capacidad crítica y el individualismo.

Espero que la muerte de Fujimori simbolice el fin de la preferencia por los regímenes de mano dura y que marque el inicio de una verdadera conciencia democrática en nuestras mentes.






domingo, 21 de enero de 2024

UNA DESPEDIDA CONMOVEDORA

 



No he podido evitar sentirme triste al terminar de leer la última novela de Mario Vargas Llosa, esa ficción tan esperada. La nota final me dio la impresión de una despedida, la despedida de un viejo amigo; pero, lo sé bien, los grandes creadores como él nunca se van, los genios siempre se quedan. Sigamos leyendo.

Le dedico mi silencio explora temas que continuamente han fascinado e inquietado a su autor, abordando cuestiones como la identidad, el nacionalismo, la creación artística, la miseria, el vals peruano y la huachafería. La obra incluso reproduce un artículo de Vargas Llosa publicado en 1983 sobre este último tema, sugiriendo así una curiosa fusión entre las identidades del autor y del personaje.

Sin embargo, el tema que reluce más en el libro es el de la utopía, esa incansable búsqueda del paraíso que, a la vez de inquietar y generar desconfianza por su propensión a planificar, medir y dictar cada aspecto de la vida humana, también complace por su cualidad de antídoto contra lo reducida, gris y pobre que suele ser la realidad. La utopía, con sus bienes y males, es uno de los grandes temas vargasllosianos.

La trama se desenvuelve alrededor de Toño Azpilcueta, un Quijote del peruanismo que goza con valses y cajones, un huachafo empedernido, y no sólo un huachafo, sino uno orgulloso de serlo. La huachafería es para Toño, finalmente, el gran aporte del Perú para el mundo; una forma de ver y entender la realidad, asumiendo la experiencia humana como un camino exaltado, disforzado, solemne, de sensibilidad sublimada y, también, poco inteligente, intuitivo y no racional, digamos inculto.

Toño, como buen Quijote que es, cree que no deberíamos desdeñar la huachafería al ser ésta una creación nuestra. Más bien deberíamos abrazarla, junto a la música criolla, y utilizarla para unirnos y vivir sin enconos, sin distinciones de raza, condición social y económica, justo como Lala Solórzano y Toni Lagarde, la negrita y el niño bien.

La huachafería y la música criolla son, para Toño Azpilcueta, lo que la literatura es para Vargas Llosa, otro consumado huachafo, claro. Los libros -Mario siempre lo dijo- nos hermanan no sólo entre gentes de diversos países y realidades, sino también entre personas de diferentes razas, condiciones sociales y culturales. Además, la literatura nos emparenta con lectores de otros tiempos, de otros siglos. Todos, en el Perú, en la China, en Francia o en Etiopía, nos hemos conmovido juntos gracias a la nobleza imposible de Jean Valjean, a las peripecias fabulosas de la familia Buendía, a la soledad y la tristeza que sintió Gregorio Samsa, visto como un insecto por su propia familia y hasta por él mismo.

Ese idealismo, esa fe que mueve a Mario y a Toño, que creen que el mundo puede ser mejor gracias al arte, es la clase de idea romántica por la que sí vale la pena enarbolarse. Leamos más, gocemos con los cajones y el Vals criollo, con los personajes maravillosos que nos suministran las ficciones. Unámonos así, con los placeres que la cultura proporciona.

He sido huachafo al escribir este artículo y voy a seguir siéndolo al concluirlo, como debe ser: Mario Vargas Llosa nos deja con Le dedico mi silencio una despedida conmovedora, discutir sobre si está o no a la altura de sus mejores obras es innecesario, la historia es profunda, intensa, sentimental; eso es lo que me ha gustado más en el libro, el sentimiento que puso mi viejo amigo en la que, él mismo lo ha dicho, será su última novela.



Hasta siempre, maestro, tú nunca morirás. Nos vemos cuando vuelva a abrir uno de tus libros.




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jueves, 3 de junio de 2021

POR UN VOTO RAZONADO




La elección que vamos a realizar, este domingo 6 de junio, es quizá una de las más trascendentales y difíciles que hayamos asumido alguna vez como ciudadanos. Más que elegir a una persona, determinaremos el curso social y económico que tomaremos como país. Hay dos caminos, ambos serán durísimos; pero uno de ellos, me parece, sería el más catastrófico para el Perú, me refiero al posible régimen de Castillo y Cerrón.

Castillo ha sido claro -hay que reconocerle ese mérito- en que, de ganar las elecciones presidenciales, optará por un gobierno estatista, anclado en ideas arcaicas que han empobrecido y envilecido a muchas naciones. El candidato de Perú Libre ha demostrado, además, de manera explícita, el poco respeto que le tiene a instituciones como el Congreso de la República, el Tribunal Constitucional y la Constitución Política. Esos organismos -con defectos y vicios por corregir- son importantes porque garantizan la división de poderes, la democracia misma, la libertad, un valor poco estimado por quien ahora es llamado, como Hugo Chávez o Fidel Castro en su momento, el reivindicador de los pobres.

Por otra parte, Keiko Fujimori representa muchos de los males que los ciudadanos democráticos condenamos; sin embargo, frente a la categórica vocación golpista y empobrecedora de Castillo, debemos elegir, comprometiéndonos a mantenernos vigilantes, a la señora Fujimori.

No es momento de caer en imposturas, de optar por ideas y discursos facilistas. El voto digno no es el que nos indican supuestos progresistas que aparentemente ven al país como una película divertida en la que combaten los buenos y los malos. El voto digno, hoy, es el que nace del razonamiento, la meditación y el análisis profundo; el que se inclina por la opción más viable para salvar a nuestra debilitada democracia.



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domingo, 18 de abril de 2021

En defensa del escritor


Después de la difusión de la última columna de Mario Vargas Llosa, era previsible que muchos supuestos progresistas se rasguen las vestiduras y prefieran las usuales imposturas con las que se sienten tan cómodos. Juzgan e insultan a todo lo que -sin previamente analizar o al menos meditar- consideran “incorrecto”.

Los Fujimori, y los seguidores del fujimorismo, han atacado por años a Vargas Llosa; sin embargo, el gran escritor hoy nos exhorta a votar -en la segunda vuelta- por Keiko Fujimori porque considera que es la opción más viable para rescatar la democracia en el Perú.

Al margen de que uno esté o no de acuerdo con Mario Vargas Llosa, deberíamos saludar el valor que demuestra al dar siempre su opinión sin esperar agradar a la mayoría, anteponiendo lo que considera correcto.

Es necesario, hoy más que nunca, privilegiar las ideas a las apariencias, los discursos pensados a las poses vacías, lo intelectual a lo frívolo.

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domingo, 24 de mayo de 2020

LA CULPA DE RODIÓN



La trama del celebérrimo libro Crimen y castigo (1866) gira en torno a la profunda crisis psicológica que padece su protagonista después de haber cometido un terrible delito. Rodión Románovich Raskólnikov asesinó y robó a una anciana para obtener los medios que lo convertirían en el iconoclasta que soñaba ser. Su destino, él lo consideraba así, era ser un Napoleón, un renovador de su tiempo. Pero la manera en que ha iniciado ese “majestuoso” camino le pesa y agobia demasiado. No sólo ha matado a una vieja usurera, que abusaba de los apuros económicos de sus clientes, sino también a la noble hermana de ésta, que por una desgraciada casualidad estuvo en el lugar y en la hora incorrecta.

Meses antes del crimen, Raskólnikov publicó un artículo revelador en el que explicaba cómo los seres humanos se dividen en dos: los ordinarios y los extraordinarios. Los primeros son los más numerosos, los que abundan, conservadores que se sienten naturalmente empujados a seguir lo establecido, recelosos de lo nuevo e innovador; los segundos, en cambio, son escasísimos y nacen con el sello del agitador. En su fuero interno éstos están autorizados, no oficialmente, a delinquir, a prescindir de las leyes para guiar hacia el progreso a las naciones, sin detenerse por miramientos morales que los trunquen.

La idea de pertenecer al clan de los extraordinarios resulta atractiva, obviamente el protagonista de Crimen y castigo se sentía parte de ese privilegiado grupo, sin embargo, gracias a la convivencia con Sonia, (una espiritual y noble joven, que vive, más que por sí misma, por los demás) Rodión aprende el valor de la modestia y conoce la satisfacción que otorga sentir empatía, compasión y solidaridad. Su extrema y agobiante culpa se va tornando en arrepentimiento y reflexión, en humildad; mientras tanto sus delirios de grandeza se opacan y resultan vergonzosos, aborrecibles.

El proceso de cambio de Raskolnikov (narrado con una maestría que profundiza en lo psicológico) es largo, pero después de admitir su culpa y afrontar lo real, después de enfrentarse con sus demonios, el duro camino que recorre le hace hallar la lucidez necesaria para entender que todo acto de revolución, de mejora, parte de un sentimiento altruista, del deseo de hacer un bien por los demás.

Ojalá los políticos que, desperdiciando sus cargos, cometen impunemente actos de corrupción, reflexionaran y meditaran tanto sobre sus errores, como lo hace aquel maravilloso personaje creado por Dostoievski. Ojalá la culpa en ellos fuera tan grande que los hiciera cambiar a mejor. Sé que es ingenuo pensar así, pero es bello soñar, sobre todo gracias a la relectura de una ficción tan bien construida.

domingo, 10 de mayo de 2020

SANTUARIO, PERVERSA REALIDAD



Todos los críticos y estudiosos de William Faulkner afirman que la primera versión de su libro Santuario contenía tal crudeza que era casi intolerable, esa era la razón por la que ningún editor se atreviera a publicarlo. 


Faulkner trabajó por segunda vez en la novela con la intención de mejorarla en sus aspectos técnicos y tal vez así  disimular su contenido violento. Se sentía avergonzado por haber escrito un libro pensando solamente en algo que atrajera a los lectores. “Para mí esta es una idea barata porque fue deliberadamente concebida para hacer dinero”, escribió en el prólogo, una vez impreso el libro.

La historia publicada en 1931 contiene, al igual que en su primera versión inédita, violencia, sexo y decadencia; pero el abordaje de estos temas, la forma que tiene el libro, hace que, más que concentrarnos en lo escandaloso, seamos encandilados por una prosa persuasiva que nos sumerge en los aspectos más corruptos del hombre.

La trama del relato gira en torno a Temple, una chica bien, que es violada por un gangster llamado Popeye para ser sumergida en un mundo corrompido; y a Horace Benbow, un abogado idealista, que intenta ayudar a Lee Goodwin, acusado injustamente de asesinato.

Santuario demuestra lo torpe y mediocre que puede resultar el bien, en un mundo que ha sido colmado por el mal. Las buenas acciones de Horace son confundidas, mal interpretadas. Su hermana lo censura y reprocha por ayudar a delincuentes deshonrándola a ella y a su familia. La población de Yoktapatawpha lo mira como un necio oportunista, más interesado en la mujer de su cliente que en ganar el juicio. Mientras tanto, Popeye parece salir siempre impune durante todo su camino maléfico, hasta que la desidia -quizá la culpa, algún sentimiento por Temple- se apodera de él y se abandona.

Santuario se parece mucho a la realidad, en su forma más perversa: los honestos son descritos y entendidos como bobos inútiles que con sus buenas acciones no logran nada;los corruptos y charlatanes, en tanto, se muestran seguros, triunfan,  son los héroes que la masa alza en hombros.

Esta clase de libros, con su espléndida arquitectura, además de fascinar a los lectores, logran suplantar a la realidad real para sembrar la alarma, la certeza de que algo debe cambiar, de que las cosas no andan bien, de que el mundo está mal hecho y debe ser reconstruido.


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