No he podido evitar sentirme triste al terminar de leer la última novela de Mario Vargas Llosa, esa ficción tan esperada. La nota final me dio la impresión de una despedida, la despedida de un viejo amigo; pero, lo sé bien, los grandes creadores como él nunca se van, los genios siempre se quedan. Sigamos leyendo.
Le dedico mi silencio explora temas que continuamente han fascinado e inquietado a su autor, abordando cuestiones como la identidad, el nacionalismo, la creación artística, la miseria, el vals peruano y la huachafería. La obra incluso reproduce un artículo de Vargas Llosa publicado en 1983 sobre este último tema, sugiriendo así una curiosa fusión entre las identidades del autor y del personaje.
Sin embargo, el tema que reluce más en el libro es el de la utopía, esa incansable búsqueda del paraíso que, a la vez de inquietar y generar desconfianza por su propensión a planificar, medir y dictar cada aspecto de la vida humana, también complace por su cualidad de antídoto contra lo reducida, gris y pobre que suele ser la realidad. La utopía, con sus bienes y males, es uno de los grandes temas vargasllosianos.
La trama se desenvuelve alrededor de Toño Azpilcueta, un Quijote del peruanismo que goza con valses y cajones, un huachafo empedernido, y no sólo un huachafo, sino uno orgulloso de serlo. La huachafería es para Toño, finalmente, el gran aporte del Perú para el mundo; una forma de ver y entender la realidad, asumiendo la experiencia humana como un camino exaltado, disforzado, solemne, de sensibilidad sublimada y, también, poco inteligente, intuitivo y no racional, digamos inculto.
Toño, como buen Quijote que es, cree que no deberíamos desdeñar la huachafería al ser ésta una creación nuestra. Más bien deberíamos abrazarla, junto a la música criolla, y utilizarla para unirnos y vivir sin enconos, sin distinciones de raza, condición social y económica, justo como Lala Solórzano y Toni Lagarde, la negrita y el niño bien.
La huachafería y la música criolla son, para Toño Azpilcueta, lo que la literatura es para Vargas Llosa, otro consumado huachafo, claro. Los libros -Mario siempre lo dijo- nos hermanan no sólo entre gentes de diversos países y realidades, sino también entre personas de diferentes razas, condiciones sociales y culturales. Además, la literatura nos emparenta con lectores de otros tiempos, de otros siglos. Todos, en el Perú, en la China, en Francia o en Etiopía, nos hemos conmovido juntos gracias a la nobleza imposible de Jean Valjean, a las peripecias fabulosas de la familia Buendía, a la soledad y la tristeza que sintió Gregorio Samsa, visto como un insecto por su propia familia y hasta por él mismo.
Ese idealismo, esa fe que mueve a Mario y a Toño, que creen que el mundo puede ser mejor gracias al arte, es la clase de idea romántica por la que sí vale la pena enarbolarse. Leamos más, gocemos con los cajones y el Vals criollo, con los personajes maravillosos que nos suministran las ficciones. Unámonos así, con los placeres que la cultura proporciona.
He sido huachafo al escribir este artículo y voy a seguir siéndolo al concluirlo, como debe ser: Mario Vargas Llosa nos deja con Le dedico mi silencio una despedida conmovedora, discutir sobre si está o no a la altura de sus mejores obras es innecesario, la historia es profunda, intensa, sentimental; eso es lo que me ha gustado más en el libro, el sentimiento que puso mi viejo amigo en la que, él mismo lo ha dicho, será su última novela.
Hasta siempre, maestro, tú nunca morirás. Nos vemos cuando vuelva a abrir uno de tus libros.
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