domingo, 20 de octubre de 2013

Flaubert, el verdadero artista

Henry James no se equivocó al afirmar que gracias a Gustave Flaubert, la novela –vista antes como un género literario menor, de pasatiempo- se invistió de una jerarquía artística que la enaltecería para siempre. A partir de Madame Bovary, aunque el mundo demoró mucho en reconocerlo, la novela fue considerada una de las formas más bellas de la literatura. 

Flaubert –desconfiado y receloso de la inspiración- creía en la labor constante, en la disciplina como única manera de lograr el estilo anhelado. Consideraba que, como en la poesía y en la música, el sonido y la forma eran trascendentales. El camino para lograr su objetivo era claro, había que “lustrar una y otra vez las palabras, para que brillasen". Después de largas horas de extenuante trabajo buscando “el vocablo justo”, sometía todo lo escrito a una rigurosa prueba auditiva. En un lugar apartado de su hogar, a voz en cuello, leía todo lo producido buscando y eliminando las odiosas disonancias. Leía y releía -entonaba- haciendo arreglos para que toda su creación tuviese un estilo pulcro, artístico. Aspiraba a que todo gozara de eufonía.

Pero el género novelesco no está en eterna deuda solo por ése gran logro estilístico desplegado en Madame Bovary. En aquel libro se encendió el primer destello que posteriormente iluminó (y sigue iluminando) las obras de autores importantísimos como Joyce y Proust. En su primer libro publicado, Gustave –tal vez sin percatarse- inventó una de las técnicas narrativas más exquisitas: el monólogo interior.

Al inicio del relato es un narrador-personaje el que empieza a introducirnos en la historia. Después de detallar lo que al parecer él mismo presenció, desaparece y nos deja escuchando la voz de un narrador omnisciente, impersonal y objetivo, que describe los hechos con un carácter casi científico, pero que también nos permite apreciar –gran hazaña estilística- la historia desde la mentalidad de los personajes, desde su intimidad.


Aún recuerdo la gran impresión que tuve cuando descubrí cómo, con algunas frases en cursiva o algunas interrogantes usadas de forma muy precisa, Flaubert me invitaba a pasar y a entender la historia desde las cabezas de Madame Bovary, Charles, Rodolphe o la de León. La técnica aplicada era increíble, sobre todo considerando que la novela se escribió en el siglo XIX. No lo dudé entonces, todo lo que se decía del libro era cierto: era una gran innovación, un gigantesco adelanto para su tiempo, una revolución y ahí, entre esas palabras, estaba el germen del que muchos autores consagrados se habían beneficiado.

Cuando la novela se publicó por primera vez, no fue bien acogida. Sus primeros críticos fueron muy duros, dijeron que Flaubert solamente se había limitado a copiar la narrativa de Balzac. Tildaron al libro de inmoral y frío; se horrorizaron de sus “crueles descripciones”, le reprochaban a Gustave el no haber tomado una posición, el no haber incluido un “héroe laudable”. El escritor incluso tuvo que soportar un tedioso proceso judicial por haber promovido y alentado “costumbres pecaminosas mediante esa mujer promiscua". Fueron pocos los que apreciaron el valor del relato, entre ellos estaban Victor Hugo y Baudelaire. Ellos comprendieron (lo señala Maurice Nadeau) la dificultad que el joven escritor había superado y felicitaron su “sutil y preciso estilo”.

A través del tiempo la obra ha sido revalorada. Muchos escritores, ensayistas y críticos literarios han profundizado en su historia. Se ha dicho que es la primera novela moderna; que abolió y renovó todos los cánones literarios. A Emma -soñadora y rebelde- la han asociado por su amor a los libros y su desprecio por la realidad con el entrañable Quijote.

Actualmente el grandioso monumento que es ese libro resulta, además de todos sus innegables aportes a la literatura, un radical ejemplo que demuestra que lo artístico no se consigue mediante el escándalo y la chacota. Lo realmente perdurable es fruto del esfuerzo, la terquedad, la constancia y sobre todo la disciplina.

En lo futuro espero volver a hablar sobre este libro de mensajes y enseñanzas inagotables.

domingo, 6 de octubre de 2013

El eterno caballero


Leyendo la última parte del Quijote, mientras concluyo esta fabulosa y larga aventura, Cervantes parece enfatizarme la que tal vez fue su primigenia finalidad al escribir este libro: “Poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas novelas de caballerías”. 

Al final don Quijote parece muy racional, cuerdo. Reniega y se arrepiente de todas sus anteriores fantasías e incluso se usa a sí mismo como ejemplo de lo nocivo que puede resultar sumergirse en la literatura, en los sueños. Sancho, su leal escudero, le suplica que no se deje morir, “esa es la mayor locura que puede hacer un hombre”, exclama. Le pide que se levante de la cama, que salgan nuevamente a realizar los últimos disparates planeados, pero todo es en vano. 

Los papeles se han invertido y al parecer no hay vuelta atrás. El intercambio de roles entre caballero y escudero parece haber comenzado desde el inicio de la segunda parte del libro. Con la intervención de los distintos personajes en sus divagaciones, la propensión por lo fantástico del caballero de la triste figura ha ido mermando, ya no ve lo que quiere ver y da la impresión de requerir de los demás para seguir caminando en la irrealidad, mientras tanto Sancho se vuelve, con cada refrán que dice, más fantasioso, idealista. 

Lo anterior contrasta con el inicio de la historia donde, leyendo las primeras páginas, me he conmovido mucho conociendo a este viejo hidalgo echado a menos que invierte todo su tiempo en leer libros de caballería “con tanta afición y gusto” que llegó a olvidarse de todos los quehaceres materiales y prácticos; que vendió incluso muchas de sus “fanegas de tierra de sembradura para comprar libros”; y que, “del poco dormir y del mucho leer”, perdió el juicio.

Así, loco y ávido de aventuras, se encaminó en su célebre peregrinaje dispuesto a resucitar –como un hombre de otro tiempo- una tradición ya muerta: la andante y noble caballería.

En sus primeras andanzas la negación de la realidad que el eterno caballero demuestra es absoluta, su sed de fantasías es infinita y es por eso que le resulta fácil y hasta natural ver gigantes en vez de molinos, sentirse el morador de un gran castillo cuando en realidad está en una casa ordinaria, ver a ejércitos en vez de rebaños y creer que habla con distinguidas princesas cuando en verdad solo se está relacionando con simples pastoras. Él veía una bella y multicolor ilusión en un mundo aburrido, gris, real.

Luego de un periodo de reposo, cuando don Quijote retoma los caminos después de haber sido llevado con engaños a su hogar, su historia, la obra del árabe Cide Hamete Benengeli, anda ya por todo el mundo impresa en libros. Cervantes, que siempre nos narró los sucesos como un simple traductor de Benengeli, logra con ése recurso -tomado de las novelas de caballería- poner un relato dentro del relato mismo, consigue de alguna forma que la ficción se vuelva mágicamente real y así da la sensación de que don Quijote de la Mancha realmente existió.

La celebridad del caballero hace que desde su última salida sea reconocido como “el señor del libro”. Su anhelo de ilusiones parece agotarse cuando son los demás los que lo incitan a sumergirse más profundamente en su locura. El punto máximo lo alcanzan los caprichosos duques que con sus artimañas hacen que el viejo hidalgo por primera vez crea “ser caballero andante verdadero y no fantástico”. A partir de ése punto la narración se llena de contrastes y se van evidenciado sutiles cambios que desembocan finalmente en el que tal vez fue, como mencioné al inicio, el propósito inicial del libro.

Quizá la esperanza de desprestigiar a los arcaicos libros caballerescos funcionó y fue concebida tal cual por los primeros lectores del libro pero, a través de los años, esa finalidad se ha ido borrando poco a poco y la imagen del loco soñador ha prevalecido.
Grabado de Gustave Doré
Hace cuatro siglos que don Quijote salió de su casa para buscar aventuras, para socorrer, en nombre de su Dulcinea, a los débiles y a los necesitados.

Hace cuatro siglos que se escapó de la realidad, que se enroló en aquella cruzada dispuesto a enaltecer a los humillados y humillar a los injustos, y, ahora que cierro su libro, me parece que sigue galopando, montado en su rocinante, por el corazón de todos los idealistas del mundo.