Flaubert –desconfiado y receloso de la inspiración- creía en la labor constante, en la disciplina como única manera de lograr el estilo anhelado. Consideraba que, como en la poesía y en la música, el sonido y la forma eran trascendentales. El camino para lograr su objetivo era claro, había que “lustrar una y otra vez las palabras, para que brillasen". Después de largas horas de extenuante trabajo buscando “el vocablo justo”, sometía todo lo escrito a una rigurosa prueba auditiva. En un lugar apartado de su hogar, a voz en cuello, leía todo lo producido buscando y eliminando las odiosas disonancias. Leía y releía -entonaba- haciendo arreglos para que toda su creación tuviese un estilo pulcro, artístico. Aspiraba a que todo gozara de eufonía.
Pero el género novelesco no está en eterna deuda solo por ése gran logro estilístico desplegado en Madame Bovary. En aquel libro se encendió el primer destello que posteriormente iluminó (y sigue iluminando) las obras de autores importantísimos como Joyce y Proust. En su primer libro publicado, Gustave –tal vez sin percatarse- inventó una de las técnicas narrativas más exquisitas: el monólogo interior.
Al inicio del relato es un narrador-personaje el que empieza a introducirnos en la historia. Después de detallar lo que al parecer él mismo presenció, desaparece y nos deja escuchando la voz de un narrador omnisciente, impersonal y objetivo, que describe los hechos con un carácter casi científico, pero que también nos permite apreciar –gran hazaña estilística- la historia desde la mentalidad de los personajes, desde su intimidad.
Aún recuerdo la gran impresión que tuve cuando descubrí cómo, con algunas frases en cursiva o algunas interrogantes usadas de forma muy precisa, Flaubert me invitaba a pasar y a entender la historia desde las cabezas de Madame Bovary, Charles, Rodolphe o la de León. La técnica aplicada era increíble, sobre todo considerando que la novela se escribió en el siglo XIX. No lo dudé entonces, todo lo que se decía del libro era cierto: era una gran innovación, un gigantesco adelanto para su tiempo, una revolución y ahí, entre esas palabras, estaba el germen del que muchos autores consagrados se habían beneficiado.
Cuando la novela se publicó por primera vez, no fue bien acogida. Sus primeros críticos fueron muy duros, dijeron que Flaubert solamente se había limitado a copiar la narrativa de Balzac. Tildaron al libro de inmoral y frío; se horrorizaron de sus “crueles descripciones”, le reprochaban a Gustave el no haber tomado una posición, el no haber incluido un “héroe laudable”. El escritor incluso tuvo que soportar un tedioso proceso judicial por haber promovido y alentado “costumbres pecaminosas mediante esa mujer promiscua". Fueron pocos los que apreciaron el valor del relato, entre ellos estaban Victor Hugo y Baudelaire. Ellos comprendieron (lo señala Maurice Nadeau) la dificultad que el joven escritor había superado y felicitaron su “sutil y preciso estilo”.
A través del tiempo la obra ha sido revalorada. Muchos escritores, ensayistas y críticos literarios han profundizado en su historia. Se ha dicho que es la primera novela moderna; que abolió y renovó todos los cánones literarios. A Emma -soñadora y rebelde- la han asociado por su amor a los libros y su desprecio por la realidad con el entrañable Quijote.
Actualmente el grandioso monumento que es ese libro resulta, además de todos sus innegables aportes a la literatura, un radical ejemplo que demuestra que lo artístico no se consigue mediante el escándalo y la chacota. Lo realmente perdurable es fruto del esfuerzo, la terquedad, la constancia y sobre todo la disciplina.
En lo futuro espero volver a hablar sobre este libro de mensajes y enseñanzas inagotables.