Eran casi
las ocho de la noche y la combi en la que regresaba a casa no avanzaba por
la congestión. Al mirar por la ventana vi la calle Ayacucho llena de basura;
unos borrachos se estaban insultando y terminaron agarrándose a golpes; un niño
lloraba a su lado; unos jóvenes miraban la escena mientras reían a carcajadas. Sí, muchas groserías
sonaron mientras a mis oídos llegaba la tonada de alguna cumbia a todo volumen.
Son los días del Cusco, me dije, son los días de mi ciudad y así es como
celebramos.
No fui al
Inti Raymi, durante esa ceremonia estuve en un almuerzo con unos buenos amigos.
Mientras comíamos uno de ellos hizo un comentario que me pareció muy acertado: “En
el Inti Raymi se afirman nuestros complejos. Es el día del Cusco y para
celebrarlo se hace aquella ceremonia en la que los turistas, los extranjeros usualmente,
están cómodamente sentados en primera fila mientras los cusqueños, alzando sus cabezas,
tratan de ver alguito, tratan de participar, aunque sea colándose, en su propia
fiesta”.
Los días
del Cusco han pasado así; con los desfiles de siempre en los que absurdamente
se endiosa al alcalde, al papá lindo; con borracheras y comilonas que dejan las
calles más sucias que en cualquier otro mes del año; con ceremonias en las que
los cusqueños deberían estar sentados en primera fila pero resultan ser echados
al patio de atrás.
El Cusco
y los cusqueños se merecen más. Estos días deberían ser divertidos pero también
enriquecedores. Deberíamos visitar más los museos, llevar a los más pequeños a
lugares nuevos con historias sobre su ciudad. Los niños no merecen ver como sus
padres echan basura y se emborrachan en plena calle por el día del Cusco.
Estos
días de fiesta deberían aprovecharse para enaltecer realmente a nuestra ciudad
saliendo a caminar con la familia por sus calles, plazas y museos. Lugares en
donde -como en pocas partes en el mundo- es realmente posible viajar en el
tiempo.