domingo, 19 de mayo de 2013

Viajando en el tiempo





En la época de los incas, en el sitio donde ahora me encuentro -el monasterio y museo de Santa Catalina-, existía un lugar que por sus fines y el estilo de vida de sus habitantas tenía  muchas similitudes con el actual monasterio.

Aquí vivían las aqllas, mujeres que por su alcurnia y belleza eran seleccionadas para vivir aisladas del mundo. Esas doncellas ocupaban sus días en la elaboración de tejidos que finalmente serían las vestimentas del Inca. Muchos años después, en la época colonial, las monjas de claustro que moraban en este sitio tenían entre sus ocupaciones principales la de elaborar las vestimentas que usaban los obispos y superiores del clero eclesiástico.

Uno se entera de esos curiosos detalles en la primera sala del museo. ¿Se habrá elegido el sitio deliberadamente, será solo una gran casualidad? Siguiendo por el pasillo que conduce al ambiente principal se ven hermosos telares coloniales del siglo XVIII, es desde ahí, oyendo la música sacra, que vamos iniciando nuestro viaje en el tiempo.

Estatuas de monjas de tamaño real nos sorprenden y asustan por su realismo, hacen que me detenga. La que veo ahora está en un reclinatorio rezando. Continúo y me detengo a mirar los cuadros con motivos religiosos, en su mayoría son del siglo XVII o del XVIII, todos anónimos. La persona a cargo de la seguridad del museo me dice que no eran pintados por una sola persona, que “más bien eran hechos por varios artistas, unos especialistas en pintar brazos, otros manos, caras y así”. 

Al final de este ambiente, hacia la derecha, está la sala mortuoria. Una de las monjas está siendo velada ahí, me detengo solemne y miro su rostro, tiene los ojos cerrados. Luego contemplo a mi alrededor: grandes cuadros con delineados marcos de estilo barroco decoran el lugar. Me despido de la difunta y voy hacia el estudio. La máquina de escribir “Torpedo” que tengo al frente debe tener muchos años. Es el objeto más preciado aquí para mí, me demoro mucho viéndola. Detrás de ella, en un escaparate colonial, hay libros antiguos, manuscritos, pergaminos, un codiciado botín.

Conecta con el estudio la “sala del confesionario”. Describir lugares así de hermosos es complicado, en los muros y en el techo hay pinturas que dan al lugar un ambiente especial. Los murales han sido atribuidos al artista Tadeo Escalante, ¿habrá pintado realmente ese artista la habitación en la que estoy? La historia tiene muchos escollos, uno nunca sabe.

Al fondo una monja está echada de costado en el piso, a su alrededor sus compañeras están sentadas y la miran con rostros severos, parece que se está confesando en voz alta. Qué difícil situación, qué incómodo debe ser para ella,  mejor salgo de aquí. Veo una vez más la máquina de escribir, el precioso escritorio que está al lado, los libros y los escaparates barrocos.


Subiendo al segundo piso, me llama la atención un cuadro que representa la crucifixión de Jesús, me sorprende porque en la parte inferior izquierda de la pintura hay una pequeña calaverita que viste un hábito, de su boca salen letras en latín, leyendo  la descripción del cuadro me entero de lo que dice: “recen al Señor por la Natividad”. Dice la historia que “la Natividad” era una monja que nunca había llegado a adecuarse al estilo de vida del claustro, al morir su alma penaba por los pasillos del monasterio. La pintaron ahí –representada como una calavera- para que su alma descansara en paz.

En el segundo nivel me distraigo con los armarios llenos de objetos antiguos: jarrones, vasijas, platillos y tazones. También me impresionan las puertas ornadas de los muebles. En una mesa un grupo de monjas está disfrutando de su cena, como no quiero importunarlas no llego a apreciar muy bien el hermoso cuadro que tienen detrás, en él se representa a María sosteniendo el cadáver de su hijo, el fondo negro, contrastando el blanco y triste rostro de María, genera realmente una sensación de melancolía.

La pinacoteca es un privilegio para la vista, para nuestros ojos. Un cuadro en especial atrae mi atención. En la descripción dice que la mujer que observo es la “Virgen de la Asunción”. Parece que está en estado de trance, mira de manera perturbadora hacia arriba y está rodeada de muchos  rostros de niños, ángeles que la recorren y la observan. Algunos también me miran con una expresión pícara, más que ángeles parecen pequeños demonios, pobre Virgen de la Asunción. Al fondo hay cuadros atribuidos a Diego Quispe Tito, “La Sagrada Familia” es uno de ellos, en éste los colores son muy intensos, alegres.

Al despedirme del lugar, mientras voy saliendo, se va imponiendo a la música sacra, la bulla de los carros, el sonido atronador de la ciudad. 

Ya afuera, caminando por la calle Triunfo de nuevo en el presente, pienso: realmente los museos son lugares que nos permiten huir de la realidad, de lo actual. Son sitios en donde caminamos por el pasado y somos transportados por bellos cuadros, telares multicolores, manuscritos, libros, pergaminos, objetos antiquísimos y música de otros tiempos.

 

domingo, 5 de mayo de 2013

La literatura sí es fuego


En la primera novela de Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros, 1963 ) se percibían ya algunas características que seguirían repitiéndose en muchas de las demás obras del gran autor: una técnica narrativa vanguardista dotada de muchas perspectivas, enriquecida con las voces de muchos narradores que se mezclan y cuentan la historia desde distintos tiempos y ángulos, una técnica que sobre todo se influenció en la obra del magnífico escritor William Faulkner. También podemos notar una tenaz disciplina flaubertiana que da la impresión de que, más que del talento, la obra es el resultado de un trabajo esforzado, metódico, estratégico.

Pero sobre todo puede distinguirse desde ahí -desde ese primer gran destello- una característica que quizá hace que su genial narrativa obtenga una verdadera cualidad incendiaria. Desde que Vargas Llosa escribió “La ciudad y los perros” manifestó siempre una fuerte crítica en contra de la sociedad peruana, una sociedad muy corrompida, corrupta, injusta, que prefiere eludir valores primordiales con tal de salvaguardar la imagen, la apariencia.

El premio Nobel de literatura dijo una vez, en un gran discurso, que “mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él”. También manifestó -en ese mismo discurso- que la literatura es fuego y que sirve para agitar y exaltar el inconformismo de las personas en su sociedad. Sucede así desde que nos sumergimos en esa magnífica historia, mientras caminamos por las cuadras del colegio militar Leoncio Prado y vemos cómo ahí impera la ley del más fuerte, cómo un sistema que promueve la disciplina por medio de la violencia sólo logra corromper más a los jóvenes estudiantes.

Mientras escuchamos las voces del serrano Cava, del Boa, del Esclavo, del Jaguar o de Alberto, no sólo nos sentimos visitantes, turistas en el relato, sino que también vivimos cada suceso, los sentimos y nos indignamos con cada injusticia.

Muchos críticos literarios consideraron que el epílogo del libro era innecesario, que la novela hubiera resultado mejor sin éste porque de alguna manera “mal formaba su estética”. Ahora que he vuelto a leer el libro después de algunos años, pienso que estaban muy equivocados. Es justo en esa última parte en donde hallamos la crítica más certera a nuestro país, es ahí, cuando nos vamos despidiendo de todos los personajes, que vemos cuán contrastada y desigual es nuestra sociedad, cuán inicua resulta.

Tal vez algunas veces han tenido la sensación, cuando los ven leyendo literatura, de que son percibidos como alguien que está perdiendo el tiempo, tal vez han escuchado comentarios que sugieren que la literatura es algo banal, que en realidad no sirve para nada, que es algo que solamente entretiene. 

Creo que, como a mí, leer “La ciudad y los perros” los convencerá de que no es así, les hará tener la convicción de que la literatura -como dice Vargas Llosa- es en verdad fuego. Les mostrará que los libros son instrumentos incendiarios que acentúan nuestro inconformismo, que sirven para que nos indignemos, para que protestemos, para que critiquemos y queramos mejorar.