En la época de los incas, en el sitio donde
ahora me encuentro -el monasterio y museo de Santa Catalina-, existía un lugar
que por sus fines y el estilo de vida de sus habitantas tenía muchas similitudes con el actual
monasterio.
Aquí vivían las aqllas, mujeres que por su
alcurnia y belleza eran seleccionadas para vivir aisladas del mundo. Esas
doncellas ocupaban sus días en la elaboración de tejidos que finalmente serían
las vestimentas del Inca. Muchos años después, en la época colonial, las monjas
de claustro que moraban en este sitio tenían entre sus ocupaciones principales
la de elaborar las vestimentas que usaban los obispos y superiores del clero
eclesiástico.
Uno se entera de esos curiosos detalles en la
primera sala del museo. ¿Se habrá elegido el sitio deliberadamente, será solo
una gran casualidad? Siguiendo por el pasillo que conduce al ambiente principal se
ven hermosos telares coloniales del siglo XVIII, es desde ahí, oyendo la música
sacra, que vamos iniciando nuestro viaje en el tiempo.
Estatuas de monjas de tamaño real nos
sorprenden y asustan por su realismo, hacen que me detenga. La que veo ahora
está en un reclinatorio rezando. Continúo y me detengo a mirar los cuadros con
motivos religiosos, en su mayoría son del siglo XVII o del XVIII, todos
anónimos. La persona a cargo de la seguridad del museo me dice que no eran
pintados por una sola persona, que “más bien eran hechos por varios artistas,
unos especialistas en pintar brazos, otros manos, caras y así”.
Al final de este ambiente, hacia la derecha,
está la sala mortuoria. Una de las monjas está siendo velada ahí, me detengo solemne y
miro su rostro, tiene los ojos cerrados. Luego contemplo a mi alrededor: grandes
cuadros con delineados marcos de estilo barroco decoran el lugar. Me despido de
la difunta y voy hacia el estudio. La máquina de escribir “Torpedo” que tengo al
frente debe tener muchos años. Es el objeto más preciado aquí para
mí, me demoro mucho viéndola. Detrás de ella, en un escaparate colonial, hay
libros antiguos, manuscritos, pergaminos, un codiciado botín.
Conecta con el estudio la “sala del
confesionario”. Describir lugares así de hermosos es complicado, en los muros y
en el techo hay pinturas que dan al lugar un ambiente especial. Los murales han
sido atribuidos al artista Tadeo Escalante, ¿habrá pintado realmente ese
artista la habitación en la que estoy? La historia tiene muchos escollos, uno
nunca sabe.
Al fondo una monja está echada de costado en el piso, a su alrededor sus compañeras están sentadas y la miran con rostros severos, parece que se está confesando en voz alta. Qué difícil situación, qué incómodo debe ser para ella, mejor salgo de aquí. Veo una vez más la máquina de escribir, el precioso escritorio que está al lado, los libros y los escaparates barrocos.
Subiendo al segundo piso, me llama la atención un cuadro que representa la crucifixión de Jesús, me sorprende porque en la parte inferior izquierda de la pintura hay una pequeña calaverita que viste un hábito, de su boca salen letras en latín, leyendo la descripción del cuadro me entero de lo que dice: “recen al Señor por la Natividad”. Dice la historia que “la Natividad” era una monja que nunca había llegado a adecuarse al estilo de vida del claustro, al morir su alma penaba por los pasillos del monasterio. La pintaron ahí –representada como una calavera- para que su alma descansara en paz.
En el segundo nivel me distraigo con los armarios llenos de objetos antiguos: jarrones, vasijas, platillos y tazones. También me impresionan las puertas ornadas de los muebles. En una mesa un grupo de monjas está disfrutando de su cena, como no quiero importunarlas no llego a apreciar muy bien el hermoso cuadro que tienen detrás, en él se representa a María sosteniendo el cadáver de su hijo, el fondo negro, contrastando el blanco y triste rostro de María, genera realmente una sensación de melancolía.
La pinacoteca es un privilegio para la vista,
para nuestros ojos. Un cuadro en especial atrae mi atención. En la descripción dice
que la mujer que observo es la “Virgen de la Asunción”. Parece que está en estado
de trance, mira de manera perturbadora hacia arriba y está rodeada de
muchos rostros de niños, ángeles que la
recorren y la observan. Algunos también me miran con una expresión pícara, más
que ángeles parecen pequeños demonios, pobre Virgen de la Asunción. Al fondo hay cuadros atribuidos a Diego Quispe
Tito, “La Sagrada Familia” es uno de ellos, en éste los colores son muy
intensos, alegres.
Al despedirme del lugar, mientras voy saliendo, se va imponiendo a la música sacra, la bulla de los carros, el sonido atronador de la ciudad.
Ya afuera, caminando por la calle Triunfo de nuevo en el presente, pienso: realmente los museos son lugares que nos permiten huir de la realidad, de lo actual. Son sitios en donde caminamos por el pasado y somos transportados por bellos cuadros, telares multicolores, manuscritos, libros, pergaminos, objetos antiquísimos y música de otros tiempos.